Hispanic Culture Review

Fall 2000-Spring 2001, Volume VII, Number 1-2

CONTEST / CONCURSO

 

Jorge L. Fuentes

La vuelta

I
            Me pareció curioso que López no había perdido el miedo a morir aunque fuera por tercera vez.
            El domingo, hacía seis días, López se había cortado la frente levemente al querer evitar la pintura fresca del pasillo y había tropezado desde el cálido umbral de una simple calentura a una septicemia fulminante.  El horror de ver el mundo apagarse a su alrededor la tarde del lunes no lo preparó para la igualmente horrible certidumbre, un día más tarde, de que había regresado tal y como estaba antes de morir, sin ninguna visión, sin ningún mensaje, sin ninguna prueba de que su muerte había sido real.
            Fue Luisito, su hijo, quien lo vio llegar durante su propio velorio.  Los bracitos extendidos fueron la mejor bienvenida que nunca antes había recibido. Sintió una tristeza profunda al observar, en el centro de la sala recién pintada, el humilde ataúd con su antiguo cuerpo que yacía entre las candelas baratas y, mientras abrazaba al niño, dejó caer cincuenta pesos en la caja de la colecta.
            -Me merezco algo más decente -murmuró, mientras la vecina que en ese momento se encontraba presente comenzó a temblar y a dar gritos despavoridos de asombro y terror.  Cuando López se dirigía a observar su propio cadáver, su madre le cortó el paso.
            -Un momentito -le dijo ella, inmediatamente repuesta del asombro.
            -No va a venir como Pedro por su casa a armar semejante escándalo, aunque sea usted el difunto -le ordenó, y López asintió y se retiró en silencio a su pieza.
            Marina, su esposa, decidió no tener nada que ver con las almas del purgatorio y en media hora se había largado del pueblo para nunca más regresar, llevándose consigo al niño.  El bullicio en la casa se mantuvo por media hora hasta que, entre una sinfonía de disculpas y amenazas, su madre logró hacer que la vecina, una amiga de confianza, se retirara jurando silencio eterno.
           Ya en su cama, la oscuridad de las cuatro paredes de su cuarto le recordaba un lugar menos frío y más profundo, como algo que había visto en sueños, y decidió dormir antes de enfrentar su nueva vida que, curiosamente, no parecía haber cambiado para nada.
           Amaneció el miércoles con la sospecha de tener un hambre más vieja que sí mismo y se dirigió a la cocina. El alba apenas se esbozaba en las puntas de las hojas más altas del guayabo del patio.  López sintió caer de nuevo en una profunda tristeza cuando vio su antiguo cuerpo tirado a la par del latón de la basura.  A unos pasos, Pureza lavaba la primera loza del día y comprendió, como siempre, su congoja.
            -Tu mamá decidió devolver el ataúd y quemarte hoy con la basura -le dijo ella, con la misma voz de atardecer lluvioso con la que lo arrullaba después que se amaban en secreto.
            -Es que tuve que empeñar mi sortija, y además casi ni pesas -le dijo, adivinándole la pregunta.
            López guardó silencio, y buscó temor en los ojos de su adorada concubina pero, como siempre, sólo encontró una fortaleza contagiosa.
            -No te preocupes -le dijo él-.  Yo mismo me voy a dar cristiana sepultura.
            Se acercó al cadáver que yacía doblado como muñeco de trapo, y se agachó para examinarlo de cerca.  Le escudriñó la cara y no pudo evitar un escalofrío al notar que eran idénticos.
            -Me lleva el... -comenzó a maldecir, pero de repente le pareció irónico el esfuerzo, y calló.  Al querer tirar del brazo izquierdo de su antiguo cuerpo, éste se desvaneció en ligeras escarchas, como de ceniza, y un olor de azucenas invadió la cocina.
            Su fúnebre traje de segunda mano, el único que López tuvo, cayó a sus pies.  Un suave suspiro de alivio se le escapó de los labios, y mientras tiraba el triste traje a la basura, miró a Pureza.  Ella había dejado de lavar la loza y se había dedicado simplemente a observarlo.  Si se sentía agradecido de estar vivo por algo o por alguien, era por esta mujer color de cobre.  Ella fijó sus negros ojos de fuerza en él, se sonrojó y puso a hervir el agua.
            El esbozo de una sonrisa se le avecindó a los labios, pero el brochazo certero de su madre lo hizo regresar de su idilio.
            -Holgazán, bandolero, ni crea que porque estuvo muerto las cosas son más fáciles para usted -le dijo ella, con un aire ambiguo de regaño y cariño.
            López dejó que la sonrisa le poblara la cara por completo, y se acercó a su madre para besarla en la frente.
            -Qué bueno -le dijo.
            Ella lo abrazó con fuerza, y con el mismo ademán le entregó la brocha y las cubetas de pintura.
            -Ya van a ser las seis -dijo ella sin prisa, como quien no le teme a la muerte-. Apúrese a pintar la casa.
            Ese miércoles por la tarde, López vino a verme y me lo confió todo con lujo de detalles.
            -Lo raro es que no me siento raro, doctor -me dijo, como quien no entiende algo, pero sin el menor asombro de la extrema singularidad de su caso.  Yo lo ausculté y le hice cuantas pruebas pude hasta donde el precario estado de mi consultorio lo permitió.
             -Pero, ¿no recuerda nada? -le pregunté, convencido de que el relato, por lo menos para él, era real, pues su cuerpo no presentaba ni el menor indicio de anormalidad, ni siquiera secuelas de la reciente infección.
            -Sólo recuerdo que desperté de repente en mi cama, completamente desnudo, con la sensación de haber dormido todo el día -me dijo.
            Debido a que ese día yo me encontraba en la ciudad, el doctor Borjes, del pueblo vecino, había firmado el acta de defunción, y yo no dudé en ningún momento del profesionalismo de mi colega y amigo.
            -Pero... ¿está seguro de que usted vio su propio cuerpo? -le pregunté, incrédulo.
            -¿No será que la fiebre lo hizo desvariar?  López, las alucinaciones son comunes, sabe...
            López levantó la mano y meneó la cabeza.
            -Pregúntele a Pureza, doctor.
           Su mirada y su voz no guardaban ningún reproche, ningún rencor.  Me dio a entender que su situación actual le preocupaba más que el recuerdo de aquella noche hace tantos años cuando, en el estupor del alcohol, un estudiante de medicina de la ciudad había hecho a Pureza suya a la fuerza, y había así obligado a López, su prometido, a despreciarla públicamente cuando ella no quiso declarar quién había sido el culpable.
            Me sentí débil, indefenso, pero López no permitió que me embargara más el recuerdo.
            -Doctor, las pruebas están allí, pero yo me siento de lo más normal. Nada ha cambiado.
            Lo despaché sin más recomendación que reposara en cama hasta donde le fuera posible, con la seguridad de visitarlo al día siguiente.  Cuando se marchó, sentí un horrible temblor en el pecho, pero lo descarté como una fibrilación de mi viejo y cansado corazón.
             Esa noche, junto a la primera botella de licor que abría en muchos años, le di vueltas a las presuntas evidencias que respaldaban lo acontecido, pero el demonio destilado y el sueño me vencieron.
             La pesadilla de sentirme un pez en un río de fuego de repente fue disipada por el desesperado llamado a mi puerta de una voz agobiada.
             Era la madre de López. Queriendo aprovechar la frescura de la madrugada del jueves para limpiar la maleza del traspatio, López, hábil con su machete como todos los hombres de este pueblo, por accidente se había asestado un corte en el cuello que lo había desangrado de manera profusa. Falleció al instante. No tuve tiempo para vestirme bien, y tomando el maletín, más por la costumbre que por su uso práctico, acompañé a la señora hasta la gran casa. Efectivamente, el hombre con quien más secretos había compartido yo y quien, por razones demasiado dolorosas, nunca pudo ser mi amigo, yacía inerte en el suelo, la grama a su alrededor empapada de sangre.
             -No tiene pulso -dije, como si no hablara con nadie más que conmigo mismo-. Esto no puede ser, si apenas ayer estuvimos hablando.
             La madre de López y Pureza, las dos mujeres más importantes de su vida, sollozaban ante el cuerpo.  La mirada de la criada se posaba fija en el cuerpo inmóvil, y yo quise dirigirle la palabra.
             -Pureza, tal vez...
             Ella cerró los ojos y suspiró, diciendo “estoy condenada en vida.”
             A pesar de su dolor, la madre de López me dirigió una mirada de lástima.
             -Venga, doctor. Le ayudo a levantarlo y luego acompáñeme a una taza de café. Pureza...
             Entre los dos levantamos el cadáver, pálido por la hemorragia, y lo dejamos arropado, tranquilo en su habitación casi vacía.
             Después de hacer los arreglos preliminares en el hospital, me dirigí directamente a mi consultorio a redactar el acta de defunción y recordé que todavía tenía en mi poder el original que mi colega Borjes había escrito, y que todavía no había asentado en la municipalidad. Comencé a buscarla en los cajones del escritorio, debajo del revólver que siempre mantenía cerca de mí, por entre los papeles de encima, y al encontrarla, copié los datos pertinentes a una nueva hoja.  López tenía treinta y nueve años, uno más que Pureza. Yo tenía veinticuatro cuando llegué al pueblo aquella triste noche, y de esto ya hacía más de veintidós lúgubres años de vivir con una y otra mujer, el tiempo suficiente para descubrir que desde esa noche, yo había muerto en vida.
            Salí del consultorio y me acosté un momento para apartarme de mis recuerdos y poner en orden lo que tenía que hacer: asentar el acta en el hospital, luego en los tenebrosos libros de la municipalidad, luego darle ciertas instrucciones a la funeraria. Cerré los ojos y de inmediato me quedé dormido.
            El resto del jueves procedió sin pormenores. Almorcé con Eulalio en el restaurante de siempre, vi a los pacientes de ese día, algunos de ellos curiosos por saber cualquier detalle nefasto referente a la muerte de López y los rumores que rondaban en cuanto a su primera defunción, y como a las seis cerré el consultorio.  Esa noche pensaba invitar a Hortensia a quedarse una hora conmigo, aprovechando que Eulalio asumiría que ella se encontraba en el velorio de López. Después de vernos a escondidas por siete meses, las sesiones de lujuria con la esposa de mi amigo se habían tornado menos frecuentes y menos ardientes, y pensé que era tiempo de poner fin a esa triste farsa que había terminado casi en el mismo instante en que había comenzado.
            Mientras me aseguraba que el portón de atrás estaba cerrado, una voz me sorprendió de entre la oscuridad.
            -Ya ve, doctor, me pasó otra vez -era López.
 Se cubría el cuerpo con una manta robada de algún tendedero cercano, y su cuerpo tenía un olor a flores.  Perdí las fuerzas para sostener las llaves de mi casa y sentí que un súbito mareo me atacaba.  Cerré los ojos y busqué apoyo en el muro del patio, y López quiso sostenerme.  Instintivamente, aparté el brazo.
            -¡Usted, no puede ser! -le dije.
            -Otra vez, doctor.  Me pasó otra vez, mire -me dijo, casi desconsolado, extendiendo sus brazos y manos hacia mí.
            -Lo estoy viendo, López, y no lo creo. ¡Vamos al hospital! -le dije, aún sin estar seguro si yo  hablaba con un ser vivo o con un espectro.  De repente recordé que alguien podía vernos.
            -No -le dije-  mejor espéreme aquí. El difunto asentó con un taciturno “sí” y se sentó en la banca del pasillo del consultorio, frente al patio.
            Al llegar al hospital y dirigirme a la morgue, fue increíble ver el cuerpo blanquecino de López tirado aún sobre la mesa de preparación, cubierto por una ligera sábana amarilleada por el uso.  Me acerqué para tocarlo y el cuerpo entero se desvaneció en ligeras escarchas, como de ceniza, mientras un olor a azucenas invadía la sala. Como ya era tarde, ni siquiera una enfermera me había acompañado.  Cerré la puerta de la morgue con llave y regresé sigiloso a mi consultorio, tratando de evitar que nadie me viera.
            Allí estaba López. Me miraba con los mismos ojos tristes de aquella noche cuando descubrió que su amada Pureza había sido violentada por un estudiante de medicina de veinticuatro años que había llegado borracho desde la ciudad.
            -Esta vez preferí venir a verlo a usted, doctor, antes de regresar a casa. No creo que mi madre pueda soportar el impacto.
            Le puse la mano en el hombro, como a un amigo.
            -No se preocupe, López, si quiere descanse y mañana decidimos qué hacer y qué decir.
            López cerró los ojos y se deslizó a una posición más cómoda en la banca, y se quedó dormido al instante. Yo, estupefacto, me retiré a mi alcoba y traté de hacer lo mismo, pero no pude conciliar el sueño.

II
            Esta mañana me levanté de la cama, completamente agotado por el recuerdo y el peso de mi conciencia, y busqué a López, esperando habérmelo imaginado como en una pesadilla.
            Pero allí estaba él todavía dormido, apenas cubierto por la manta, en la posición más triste que puede asumir un hombre mientras vive: tenía las rodillas recogidas hacia el pecho y los brazos doblados como en súplica, como lucen las criaturas antes de nacer.
            Lo toqué ligeramente en el hombro.
            -Vamos, hombre, que ya amaneció y tenemos mucho que hacer -le dije, y en ese instante me di cuenta que López probablemente nunca se había levantado tarde en su vida.
            Todavía envuelto en la humilde manta, López se levantó, y su apariencia me conmovió.
            -Venga, aquí tengo alguna ropa -le dije, y con la mano señalé la puerta de atrás del consultorio.  Se vistió con rapidez y me preguntó por el baño.  Se lavó la cara sin hacer ruido y luego regresó conmigo.
            -Y ahora, doctor, ¿qué hago?
            -Creo que lo mejor es avisarle a Pureza.
            López asintió.
            -Sí, creo que tiene razón.
            Preparé el café y le serví una taza, y luego me dirigí a su casa.
            Fue Pureza quien me recibió en la puerta, la madre de López rondando detrás.
            -Será mejor que vengas. Es urgente -le dije.
            La lozana mujer volvió la cabeza hacia la anciana que con los años se había convertido en su mejor amiga, y luego se desató el delantal.
             -Muy bien, doctor, espéreme un ratito -me dijo.  Desapareció por un instante para regresar radiante, temerosa.  Su cabello olía a azucenas. No me dirigió la palabra mientras caminamos. Mantuvo su distancia a mi lado, y nunca me miró a los ojos.
            -Entra por favor y siéntate -le dije al llegar a mi consultorio, e instantáneamente me invadió el terror de haber pronunciado las mismas palabras que le dije aquella mañana, hace casi veinticuatro años, cuando llegó acompañada de la madre de López a consultarme por un dolor en el vientre.
            Hizo lo que le pedí, y luego yo abrí la puerta de atrás, la que comunica al resto de mi casa, para dejar que López entrara.  Los ojos de Pureza se llenaron de lágrimas y sonrió entre sollozos.  Los dos se abrazaron fuertemente, como nunca nadie me abrazó a mí, y se quedaron callados tomándose de las manos al nivel de la cintura, mirándose  a los ojos, sin importarles mi presencia.
            López de repente la apartó suavemente y extendiendo el brazo me apuntó con mi revolver.
            -Creo que ya es hora de que pague lo que nos hizo, doctor -me dijo.
            Yo recogí mi abrecartas y él me encañonó en la boca.  Pureza se hizo a un lado con la serenidad del agredido cuando al fin se le hace justicia, y López me habló por última vez.
            -Sólo esto me faltaba para terminar de condenarte, maldito -me dijo, y tiró del gatillo mientras yo le enterraba el abrecartas en el pecho.
             Lo último que vi después del disparo fue a López que temblando se quejaba “me mató.” Antes de perder el conocimiento, cuando ya todo estaba negro, oí a Pureza decirle con alivio, “no te preocupes, nos vemos a la vuelta.”


María Cristina Moro

Sol Ana

            Llegó la tarde desvistiéndose de hojas secas. El sol brillaba transparente y aguachento. Daba lo mismo ponerse el abrigo que sacárselo. Así que Sol Ana prefirió llevar la piel al aire y el abrigo abrazado a sus caderas. Le puso música al vaivén sincopado de su andar y se dejó llevar casi feliz por el pentagrama sinuoso del bosque. Hasta sonreír. Hasta abrir despacito los ojos que si miraban al cielo eran redondos, en vez de las rayitas pestañudas que tenía acostumbradas al paisaje de las piedras, las baldosas y los zapatos. Una vez Blas le había dicho que sus ojos eran como dos caramelos “Media Hora”, redondos, negritos y brillantes. Y después Blas se la había quedado mirando como si le hubiera dado antojo de caramelo y ella sintió que se le caía la envoltura y se había ido corriendo agarrándose las faldas hasta la orilla del frío, digo del río.
            Blas había llegado al pueblo con las primeras luces de un sábado de vendimia. Me acuerdo porque me había levantado al alba para terminar de coser el traje para el desfile de la tarde. Era un día de mayúsculo alboroto en el que nadie se metía en los asuntos del otro, dado que las mujeres estaban ocupadas cocinando locros y empanadas y cosiendo cintas, tachuelas y volados para los atuendos, los chicos aprovechaban la distracción de los mayores para desencauzarse a su antojo por las calles viejas ahora reinventadas con guirnaldas, flores y banderines para la celebración, los hombres empezaban a beber desde temprano y se ausentaban en discusiones frenéticas sobre los asuntos de la política y la economía de Los Alerces, para las que cada uno creía tener la mejor solución. Los ancianos pasaban el día desmadejando antiguas glorias de lejanas festividades sobre las que conversaban los unos sin los otros. Los curas rezaban para que Dios perdonara los excesos y herejías de sus feligreses en ese día así como los desboques de sus propias fantasías.
            Nuestra casa era la primera del pueblo, la que frenaba los ímpetus del sudeste y la que primero mojaba sus paredes sedientas cuando subía la corriente del Río Cobre. Yo lo vi llegar. Plas. Plas. Plas. Blas. Aplanando el polvo y estremeciendo el alma con su andar inquebrantable de colosales trancos. A las claras no era lugareño. Los pantalones de jean gastado y el suéter le desbordaban las flacuras adolescentes y los rulos cobrizos se deshilachaban sin remedio hasta perderse entre los espirales de una bufanda muy larga. Y la mochila. Un promontorio de lona verde encaramado en sus espaldas que Blas llevaba con la misma naturalidad de una tortuga desplazando su caparazón. La tela ostentaba manchas de toda índole como si fueran las condecoraciones de cada batalla atravesada en sus andares. Blas me había visto acechando su arribo desde la ventana y con una majestuosa venia burlona me saludó desvelándome la niñez que se me escurrió desde entonces por las comisuras de cada una de sus sonrisas.
            El sol se puso tras la filigrana de alerces. Me detuve a ponerme el abrigo y cambié mi solitario tarareo por el dúo rítmico de mis pies y el toc-to-toc de una vara con cuya compañía llegué hasta el río. Bronceado y manso en la superficie, pero había que ver los remolinos y la corriente traicionera que albergaba en su lecho. Como Blas, bronceado y manso en la sonrisa aniñada y los ojos dulces, llena de recónditas turbulencias el alma destemplada. Me acomodé sobre una piedra lisa de la orilla y me puse a dibujar flores en la tierra. Una grande, una chiquita. Una hormiga empezó a recorrer el borde de los pétalos grotescos y me entretuve obstaculizando su camino con palitos y hojas secas. ¡Me sentía como Dios entreteniéndose con sus hormiguitas humanas para pasar la eternidad! Hasta que escuché las pisadas crujiendo desde el camino. Crriss-crrass, crriss-crrasss…(¡Sol, corré, ahora o nunca! Que si lo ves se te va a escurrir el deseo entre las grietas de la vergüenza y… Me voy. Ya no. Ya está. Demasiado cerca. Me quedo. Me escondo debajo de la piedra, como la hormiga, para que me descubra con su vara, crriss-crrass, y no me deje ir, crriss-crrass, y me ataje el paso, crriss-crrass, y juegue conmigo, CRRISS-CRRASS).
             - Hola, Sol! ¿Ana? ¿Solana?…Soy yo.
             - Ah, ¿Blas?. No te escuché llegar... ¡Hola!.
             Y la mochila cayó al suelo.
             Habían pasado dos meses y Blas se iba de Los Alerces. Tenía que volver a la capital porque empezaban las clases en la universidad. En esos dos meses, que coincidieron con las vacaciones de mi tercer año de la secundaria, yo me convertí poco a poco en su sombra. Lo guié por todos los sitios de la zona acompañándolo en sus recorridos incansables en busca de restos aborígenes. Yo creía que mis ojos sabían hurgar el terreno mejor que nadie, siendo el suelo el destino de mi mirada. Pero Blas tenía una capacidad indiscutible para percibir hasta el más mínimo objeto fuera de la geografía originaria del lugar. Así, un pequeño montículo sobresaliendo apenas de la tierra, se convertía por ejemplo en una preciada herramienta precolombina. Luego de varias salidas de campo yo también había aprendido a reconocer puntas de flecha, hachas de piedra y hasta amuletos, disimulados entre los pastizales y pedregullos de cada sitio. Y también Blas me había enseñado a usar sus palitas y cinceles con los que trabajábamos en cada antigua excavación, ansiosos por arrancarle nuevos secretos. Blas prometió volver con refuerzos de estudiantes y fondos para estudiar uno de los sitios más antiguos. Durante aquellas jornadas yo había vislumbrado con sabiduría inocente de niña pueblerina, que a los hombres hay que hablarles con el cerebro y escucharlos con el corazón. Junto a las lecciones de arqueología, aprendí también mis primeras lecciones para comunicarme con esos extraños seres del sexo opuesto. Me esmeraba por hablar de aquellas cosas que entusiasmaban a Blas y lo tornaban elocuente y expresivo, para poder escuchar con el alma, a través de esa retahíla de palabras serias sobre importantes teorías, análisis y proyectos, la verdadera voz de su espíritu sensible y atento, tierno y travieso. Me había ganado su afecto y también alguna que otra confidencia acerca de su vida tan apartada de estos valles. A sus veintidós años era huérfano de padre y madre. De su padre guardaba una pipa. Algunas tardes lo veía recostado en su mochila de cara al cielo echando mensajes infinitos cifrados en bocanadas de humo espeso y perfumado. A su madre la percibí a través de la explosión repentina de una lágrima que sorprendió a Blas una vez que solté mi trenza y mi pelo cayó sin querer sobre su mano abierta. Su madre tenía cabellos largos y negros con cuya seda aromática jugaban los dedos infantiles de Blas mientras ella lo encantaba con leyendas recortadas sobre la blancura nocturna de su cuarto de niño. No sé cómo habrá sido que los perdió para siempre, sólo me dijo que desde ese día alojaba en sus entrañas un agujero inconmensurable de estrellas solitarias. También me había contado con ternura de su tía soltera, la que lo había adoptado y guiado por la vida entre estantes abarrotados de ecléctica literatura de todos los tiempos y géneros, de macetas de romeros, albahacas y otras hierbas, de peceras, ratones y canarios y alfombras sembradas de almohadones, zapatos, libros y tazas.
             Pero había llegado el día de despedirnos. Allí estaba Blas, debajo de su mochila, diciéndome “adiós linda, no me extrañes.” ¿No me extrañes qué parte…? ¿Las tardes llenas de su pulóver azul confundiéndose con el cielo? ¿Las horas impregnadas de su discurso como si no hubiera más tiempo que el inaugurado por sus palabras? ¿La sabiduría de sus manos grandes desnudando la historia de la tierra? ¿Sus ojos de ámbar salpicándome de luciérnagas? ¿Su aroma verde de madera y humo? ¿El roce de sus promesas nunca pronunciadas? Blas se había apoderado de mi tiempo, de mis sueños, de mi adolescencia, de mi soledad. Me limpié las lágrimas en su mochila. Para que se las llevara en la espalda junto a la trama de rastros que conformaban su historia. Y no le dije que se quedara. Y no le dije que me llevara. Y dije en cambio “que te vaya bien… y suerte…” Y se fue tranquilo por el camino, Blas, plas, plas…Y me quedé con los ojos pegados al suelo, más rayitas que nunca.
             Pasaron tres años. Me convertí en mujer, casi. Terminé la escuela. Después del verano con Blas, me gané fama de guía y de vez en cuando me mandaban algún turista extravagante que quería explorar el entorno geográfico y cultural de nuestro valle. Yo feliz de poder extenderme hacia afuera, a través de los forasteros que sin saberlo me regalaban un pedazo de otro cielo en sus ojos y sus relatos, y quién sabe si no exhalaban de sus pulmones un poco del aire que había respirado Blas en aquella ciudad lejana que aún no me lo devolvía.
            Pero un día llegó una tarjeta con un obelisco huyendo hacia lo alto, desde una multitud de autos y de gente, con un montón de letras en el reverso como escarabajos pegados al papel. Con esfuerzo descifré “Blas” entre las patas torcidas de la última línea …y se me paró el corazón. Desentrañé con concentración escolástica que vendría el veinticinco de ese mes y que esperaba que yo pudiera acompañarlo si todavía tenía vacaciones y estaba libre y si quería.
            Llegó el veinticinco atropellándose con el veintitrés y con el veinticuatro, que casi perdieron su lugar en el almanaque, y amanecí sentada frente a la misma ventana de aquella primera mañana de Blas llegando a Los Alerces. Pero no distinguí su figura mezclada entre un grupo de como seis u ocho jóvenes que aparecieron al fondo del camino y se acercaban por el sendero de sobresaltos que abrían sus voces y sus risas. Cuando llegaron bien cerca, distinguí en principio su tranco agigantado y el promontorio particular de su mochila. Ensayé mi voz y esperé a que Blas se acercara a mi ventana y me devolviera el sol con sus ojos de ámbar. Y dije con total concentración “Hola…” y no salió más del pozo de arena de mi garganta. Y entonces creo que él también se sorprendió mirándome como si acabara de descubrir un enterramiento virgen indígena. O al menos así me lo imaginé. “A la puesta del sol en la orilla del Cobre. Tengo que acomodar al grupo y están cansados y con hambre”, me dijo. “¿Trato…?” “Sí, está bien.”
             Y traté. Y estoy aquí. Y aquí me tenés. Sol Ana descubrió que había inventado a Blas. Blas inventó que había descubierto a Sol Ana. Me explico.
            Blas bajó su mochila y no pudo evitar mirarme como a sus caramelos Media Hora. Yo miré a los ojos de Blas y no me salpicaron las luciérnagas. Blas me dijo que había cambiado mucho y que me había convertido en una chica muy atractiva. Yo escuché con el alma y le contesté con el cerebro que me alegraba que hubiera concretado su proyecto y que hubiera vuelto a completar el análisis del sitio. Blas se acercó y me dijo que recién se daba cuenta de cuánto había extrañado a su linda aprendiz de “Los Alerces”, mientras levantaba mi cara hacia la suya. Me esforcé por percibir su aroma de verdes y maderas, pero sólo me abatió un fuerte olor a animal en celo. Me alejé un paso y tropecé con la piedra. Me extendió su mano grande y callosa y reprimí el llanto de mi ilusión de tierra virgen, desnudada por el rito ancestral de procreación de nuestra humana especie. Vi a la hormiga tratando aún de escaparse de mis vallas. Con especial esmero, como si fuera el último bastión de la libertad y la inocencia, despejé el sendero de la hormiga y me alejé luego un poco confundida, agarrándome las faldas hasta la orilla del río