Hispanich Culture Review

Fall 2001-Spring 2002, Volume VIII, Number 1-2

ESSAYS / ENSAYOS

 

Juan Luis Calbarro

Petrarquismo y Neoplatonismo en el poema “Autumnal” de Rubén Darío

            Como señaló Octavio Paz en Los hijos del limo, uno de los polos ideológicos que caracterizan a la modernidad literaria occidental es, frente a la ironía o conciencia de la finitud, la analogía. Es decir, el sentimiento de comunión con la naturaleza, la firme creencia de que el cosmos es universo y armónico; de que la poesía y la música son microcosmos que se corresponden con él y que se rigen por sus mismas normas; y de que el poeta es el encargado de trascender y revelar ese mundo armónico en sus versos.
            Hacia mediados del siglo XIX, la hispano-cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda había iniciado la línea moderna de la literatura hispánica con poemas como “A la Poesía,” “A la juventud” o “El día final.” En ellos tanto la concepción analógica del universo como la conciencia de la muerte aparecen en un tono nítidamente moderno, que es precedente directo del modernismo y que salta en el tiempo sobre Bécquer y Rosalía para estar en la merecida compañía de los poetas de fin de siglo que, según Paz, constituyen el primer romanticismo moderno en lengua castellana.
            Son poetas como José Martí, Julián del Casal, José Asunción Silva y Rubén Darío los primeros que elevan la pareja conceptual analogía/ironía como eje ideológico primordial de una poesía de rango universal. En el poema “Autumnal,” de su libro Azul..., Darío se ajusta a tal concepción a través de una alegoría de carácter simbolista en la que se da nuevo sentido a toda una serie de símbolos y tópicos de raíz petrarquista y neoplatónica, que en principio nada tenían que ver con la modernidad. Se trata de tópicos cuyo empleo se remonta al Cancionero de Petrarca y cuyo auge se encuentra en la poesía neoplatónica del siglo XVI español. En “Autumnal,” como indica el verso latino que encabeza el poema (eros, vita, lumen), el amor, la vida y el conocimiento no son sino distintos aspectos de una realidad armónica que el poeta trasciende a través de la poesía.
           “Autumnal” comienza con una estrofa intimista, de ambiente y tono románticos. A continuación, como mediadora entre la voz lírica y el conocimiento, aparece un hada: la primera figura femenina del poema. El hada comunica al poeta-personaje “las historias secretas / llenas de poesía,” una enumeración de manifestaciones de la naturaleza y de lo onírico. Luego, el vate revela al hada sus ansias de conocimiento; para él la inspiración es sinónimo de “luz, calor, aroma, vida.” El hada habla con el acento de un arpa, de donde deducimos un nuevo término de identidad: la música, un “divino idioma.”
             El hada muestra al poeta las estrellas, la aurora (segundo personaje femenino) y las flores y, por fin, rasga “el velo / que nos cubre las ansias infinitas” para mostrarle que “allí todo era aurora,” y al fondo “un bello rostro de mujer” (tercera figura femenina). El poema se cierra en medio de la felicidad del hablante lírico, que ha accedido al ideal perseguido, aunque éste parezca no ser el final de la búsqueda.
            Un elemento del neoplatonismo áureo es el amor como nexo que integra la pluralidad en lo uno. El cosmos, aparentemente fragmentario y opuesto a Dios (la Idea por excelencia), halla la posibilidad de unión con éste a través del amor, que no es sino el deseo de poseer lo bello y lo verdadero. En concreto, la mujer bella es una manifestación de la belleza divina, por lo que el amor a la mujer es una vía hacia la unión con Dios.
            Esta visión y la visión rubendariana de la mujer tienen muchos puntos de contacto. Es justamente célebre el poema de Cantos de vida y esperanza que comienza con las palabras “¡Carne, celeste carne de la mujer!,” en el que se dice que la mujer concentra “el misterio / del corazón del mundo.” Para Darío, la carne de la mujer es el “pan divino / para el cual nuestra sangre es nuestro vino”: la Comunión sólo es posible a través del comercio carnal con la mujer. “En ella está la lira, / en ella está la rosa, / en ella está la ciencia armoniosa, / en ella se respira / el perfume vital de toda cosa,” es decir: en la mujer está la música, la belleza, la verdad y la vida.
            En Petrarca, tan aficionado a la antítesis y a la paradoja, se da una asociación de cielo (en un sentido físico) y tierra como paralelos que se cruzan por obra del amor, que equivale a belleza y a verdad: al despertar, los ojos de la amada se abren, tan bellos “ch’anco il ciel de la terra s’innamora” (Cancionero 255). El poder de la belleza de la amada es tal que dos esencias opuestas se reconcilian. En el soneto 10 de Fernando de Herrera son usados de nuevo como binomios paralelos el Sol en el cielo y Luz (la amada) en el suelo. Más explícito y más espiritual es el mismo Herrera en su soneto 38: “Que yo en esa belleza que contemplo / [...] la inmensa busco, y voy siguiendo al cielo,” esto es, la belleza terrena es vía hacia la belleza ideal. En el precioso soneto "Al Cielo" de Francisco de Aldana se oponen el “humano error” y el cielo, que es “fuente de luz” y platónica “casa de la verdad” identificada finalmente con la mujer amada.
            Francisco de la Torre enriquece la correspondencia neoplatónica en el soneto 26 de su libro I, en el cual de nuevo la amada es a un tiempo el sol y la “deidad del alto coro.” Aquí los opuestos se reconcilian por medio de una metáfora en la que los términos son cielo y jardín, o bien sus componentes: estrellas y flores o joyas (“el estrellado y celestial tesoro / del florecido, aljofarado suelo”). En “Autumnal,” Darío emplea precisamente esta compleja imagen cuando el sujeto lírico contempla las estrellas: “era un jardín de oro / con pétalos de llama que titilan.” La verdad y la apariencia se reúnen en una metáfora en la que cielo y jardín, estrellas y flores se identifican. Es éste el primer tópico que el nicaragüense toma directamente de la lírica amorosa neoplatónica del Siglo de Oro para la composición del poema comentado.
            En este esquema ideológico es fundamental, claro está, la figura de la amada, que en los poetas del siglo XVI representa el Ideal en sus diversos aspectos: la belleza, la verdad y también la vida y todo lo que de divino podamos hallar en el cosmos. “Luz,” vocablo cargado de acepciones y connotaciones positivas, es el término que en estos poetas condensará todo lo valioso, en tanto que antítesis de la oscuridad o la fealdad, sinónimo de conocimiento y fruto del sol dispensador de calor y vida.
            Siguiendo la misma nómina que en el ejemplo anterior, tenemos en Petrarca una amada (“il vago lume”) que es benefactora de la naturaleza, dadora de vida: en 125, hierbas y flores arraigan dondequiera que ella se hizo un asiento, y en 192 “pregan pur che’l bel pe’ li prema o tòcchi,” y las estrellas se encienden a su alrededor. En los sonetos 3 y 5 de Fray Luis, “Luz” (o “lucero”) es el nombre de la amada, como en Herrera, quien hace iguales amor y búsqueda de la belleza y la verdad en sus sonetos mencionados. Para Francisco de la Torre, la amada espanta la oscuridad y “enriquece la tierra de alegría” (soneto 2). De nuevo encontramos brevemente el tópico en “Autumnal,” en el que el yo lírico anhela “tener la inspiración honda, profunda, / inmensa: luz, calor, aroma, vida.”
            Una imagen muy unida a la anterior y que Darío emplea con mayor intensidad es la de la Aurora, personificada en Petrarca (Cancionero 291) “co la fronte di ròse e co’ crin d’oro,” como recuerdo de Laura ya muerta. De la Torre, en su soneto 2, identifica también el objeto de su amor con la “rosada Aurora,” con todas las connotaciones que incorpora la mujer amada como tal aurora: “rompe la niebla de la noche fría [...] y aparece el día," "enriquece la tierra," "descubre [...] la beldad,” “al Pierio coro / gloria mayor que la que goza ofrece.” Es decir, la amada es la Aurora que acaba con la oscuridad y, por tanto, desvela belleza, verdad e inspiración poética. El ya barroco Francisco López de Zárate tiene un soneto dedicado “A la Aurora,” en el que ésta es “luz de Dios que tinieblas nos desvía” y “causa, principio y juventud del día.”
            En “Autumnal” encontramos otra vez el tópico petrarquista y neoplatónico utilizado en un sentido muy próximo al de los poetas del Siglo de Oro, por dos veces. En la primera, el hablante lírico compara a la aurora con una “joven tímida” que sonríe “con la luz en la frente”: una vez más la “fronte di ròse” de Petrarca, y una vez más el ser benéfico al que sigue la aparición de las flores (belleza y vida). En un segundo fragmento, la aurora simboliza el acceso a “las ansias infinitas” y a “la inspiración profunda,” y es asociada a “un bello rostro de mujer.” Todo ello sucede después de que el hada rasgue el velo: un último tópico muy repetido en la lírica áurea.
            Petrarca dedicó un soneto (122) a lamentar que el bello rostro de la amada permaneciese cubierto por el velo. El motivo del velo se repetirá en el soneto 37 de Aldana, en que se asocia a error y mortalidad, mientras que verdad, vida y amor son representados por el cielo luminoso. También De la Torre habla del velo que oculta a la amada que también es el sol y es Dios (soneto 26). En Rubén, el velo se encuentra en el lugar culminante de “Autumnal”: es él quien oculta “la inspiración profunda / y el alma de las liras,” esto es, el arte, pero también el secreto del universo y de la vida. Una vez rasgado el velo, aparece la mujer, “y allí todo era aurora.”
            “Autumnal” es fruto de la voluntad del poeta de usar imágenes propias del petrarquismo hispánico, pero no es un mero ejercicio de clasicismo, sino la renovación de una tradición con la que Darío admite numerosos puntos en común. En su Autobiografía, el nicaragüense afirma haber pasado largos meses de su estancia juvenil en Managua leyendo en la Biblioteca Nacional, entre otros muchos libros, “todas las introducciones de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra y las principales obras de casi todos los clásicos de nuestra lengua.” Sin embargo, las únicas fuentes de la poesía de Darío que durante mucho tiempo fueron tenidas en cuenta son las francesas, siendo olvidadas sus lecturas clásicas, así como el componente indoamericano de sus versos.
            Si hicieran falta pruebas del sentido platónico de la poesía rubendariana, el uso de las complicadas imágenes renacentistas comentadas en “Autumnal” habría de constar como una de las más definitivas. El poeta hace nuevos estos tópicos entrelazando la vena platónica con el torrente pitagórico y simbolista que lo desborda. Por otra parte, si el neoplatonismo que dotaba de aparato ideológico a la lírica del Siglo de Oro era un platonismo puramente idealista y cristiano, en Rubén admiramos una conciencia moderna (en el sentido en que la define Octavio Paz) del cosmos, del arte y del papel del poeta; una conciencia analógica y carnal a un tiempo, en que la mujer no es sólo vía espiritual, sino comunión sexual, ni reflejo de luz, sino “perfume vital.” En Rubén el erotismo parte de un concepto ideal del amor como acceso a la belleza y a la verdad, pero no es un amor exclusivamente espiritual; lo que, efectivamente, concuerda mejor con un cosmos pitagórico gobernado por las leyes de la música, que no son otra cosa que leyes físicas.
 

Obras consultadas
Aldana, Francisco de. Poesías castellanas completas.  Edición de José Lara Garrido. Madrid: Cátedra, 1985.

Darío, Rubén.  Obras completas.  Prólogo de Alberto Ghiraldo.  22  volúmenes.  Madrid: Mundo Latino, 1917-19.

De la Torre, Francisco. Poesía completa. Edición de María Luisa Cerrón Puga. Madrid: Cátedra, 1984.

Herrera, Fernando de. Poesía. Edición de Santiago Fortuño Llorens. Barcelona: Plaza & Janés, 1984.

Jiménez, José Olivio. Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana. Segunda edición revisada.
          Madrid: Hiperión, 1989.
León, Fray Luis de. Obras propias y traducciones latinas, griega y italianas. Con la paráfrasi de algunos Psalmos y
          Capítulos de Iob. Dadas a la impresión   por don Francisco de Quevedo Villegas, prólogo de José Manuel
          Blecua. Dos volúmenes. Salamanca:  Universidad; Cuenca: Diputación, 1992. El volumen 2 es reproducción
          fascimilar de la edición de Madrid, 1631.

Paz, Octavio. Los  hijos  del  limo. Del  romanticismo a  la   vanguardia. Barcelona: Seix Barral, 1974.

Petrarca, Francesco. Cancionero. Preliminares, traducción y notas de Jacobo Cortines, texto italiano establecido por
          Gianfranco Contini, estudio introductorio de Nicholas Mann, traducción del estudio introductorio de Javier Franco
          y Neus Gali. Dos volúmenes.  Madrid: Cátedra, 1989. Edición bilingüe.

Rivers, Elías L., ed.  Poesía lírica del Siglo de Oro.  Madrid: Cátedra, 1979.

Rosales, Luis. Poesía española del Siglo de Oro.  Barcelona: Salvat, 1970.


Miguel Correa Mujica

Antes que anochezca en La Habana

           Reinaldo Arenas nos sigue hablando desde la literatura, o sea desde el Más Allá. Cada cierto tiempo me llega una última novela; me tropiezo con un artículo suyo en una revista literaria y hasta me siguen llegando sus fotos en aventuras despavoridas por el mundo. A pesar de su muerte en diciembre de 1990, el autor cubano ha seguido produciendo y ahora con un fervor inusitado. Se me hace difícil imaginarlo detenido, inmóvil, muerto. Un hombre que no conocía el sosiego ni la mesura. Esta vez Arenas arremete con Antes que anochezca, sus memorias en este mundo. Confieso que el libro me ha dejado entristecido, no porque lo que nos cuente sea absolutamente cierto sino por saber que lo escribió con un tiempo prácticamente prestado, al borde de la muerte, valiéndose de cintas magnetofónicas en las que grababa el texto que un amigo luego mecanografiaba. Este es uno de esos libros escritos a puñetazos, arrebatado al dolor y al último suspiro.
           Conocí a Reinaldo Arenas en La Habana, hacia 1977, a los pocos días de haber salido él de la cárcel, en uno de los periodos más fecundos y a la vez difíciles de su vida. Alguien me llevó a conocerlo a su estrecha habitación de Monserrate, en el corazón de La Habana Vieja. Cuando llegué, había un joven en ropa militar y pelado al rape sentado en la única silla del cuarto. Arenas se encontraba arriba, en la barbacoa (un segundo piso pobremente improvisado que aumentaba el espacio de aquel tugurio), haciendo el amor con otro joven militar. Al sentirnos llegar, sacó la cabeza por una hendija y nos saludó desde lo alto. Mientras lo esperábamos, entablamos conversación con el recluta que aguardaba su turno erótico como si esperara en una barbería. Del piso de arriba nos llegaban gruñidos, quejidos y bandazos que los visitantes tratábamos inútilmente de ignorar. Eran acoples sexuales extremadamente breves. En seguida bajó de la barbacoa el primer recluta; subió el segundo y en menos de media hora ya habían terminado las batallas. Nos saludamos todos con un aire de naturalidad escandinava y salimos a dar una vuelta por La Habana. Arenas despidió a los militares en una parada de la guagua y nosotros nos perdimos por la ciudad recién anochecida. Esta anécdota es muy importante para conocer la conducta e idiosincrasia del autor cubano. Después de leer sus memorias, el lector comprobará que no hay en ellas un ápice de exageración. Conocer a Reinaldo Arenas en medio de una sesión lasciva casi pública surtió en mí un profundo impacto. Recuerdo que pensé mucho sobre el incidente, hasta que logré aceptarlo y entenderlo como normal, dada nuestra condición de bestezuelas pardas abandonadas a su suerte en una isla tropical.
           Ya yo conocía Celestino antes del alba, la única novela de Arenas publicada en Cuba, y a mi juicio, la mejor. Me resultó fácil reconocer al autor dentro del libro. Arenas se expresaba oralmente de la misma manera que escribía, algo que frecuentemente se ha dicho de Lezama Lima. Nuestra amistad prendió desde ese día y continuó, con algunos lamentables contratiempos, hasta el exilio. Si en algo se basó nuestra amistad fue en la inocencia, en la mutua compañía, en el juego y los divertimentos, en la peligrosa sinceridad de los discursos. Arenas, un ser puro, parecía ignorar la infinidad de leyes, prácticas y preceptos que conformaban la represión nacional. Se expresaba con tal libertad sobre los temas que se le antojaban fundamentales, como la sexualidad, la literatura o la libertad, que La Habana misma adquiría entonces una dimensión superior. No creo que la Seguridad del Estado del régimen castrista necesitara asignarle un entrenado agente policíaco a este escritor joven que en realidad hacía muy poco por ocultar sus más profundas convicciones políticas o morales. Hoy creo que Reinaldo Arenas estaba completamente indefenso contra la barbarie y por ello pagó un precio demasiado alto y personal. Arenas sabía que tenía el derecho a ser homosexual y a vivir manifestando su deliciosa condición a los cuatro vientos. Sólo que vivía en la Cuba castrista de los años 70, donde su vida privada, y la de todos nosotros, pasaba a ser cuestión de Estado.
          Antes que anochezca parecería a un lector no cubano o a alguien desligado de la realidad cubana después de 1959, un libro tocado por lo hiperbólico, por el surrealismo o por el realismo mágico: nada de eso. Éste es el libro de Arenas mejor concebido con técnicas del realismo socialista: todo es monstruosamente cierto. Hallar el Convento de Santa Clara, casi intacto, cuando abríamos (yo también participé en la obra) una ventana en el cuarto de la pintora Clara Morera en la calle Muralla No. 60, fue un hecho. Las tertulias en el entonces popular “Hueco,” la fauna que lo visitaba (artistas disidentes o caídos en desgracia), la libertad que lo inundaba y que recorría sus enormes pasillos, las piezas de madera o mármol que de allí salían para construir barbacoas por toda La Habana o para corromper con ellas a algunos oficiales, fueron hechos que yo presencié y en los que participé directamente. Era y estábamos en la misma Habana de Guillermo Cabrera Infante, pero ahora acribillada por el calor y el stalinismo, por la estupidez y el miedo, por la miseria y el horror, pero en definitiva el sitio donde el destino y los dioses nos habían puesto a construir nuestras vidas, tal vez para que atestiguáramos con ellas, mucho después, sobre los estragos del odio.
           Si hay algo que el libro no logró transmitirme, dado el recurso del humor que el autor utiliza a raudales, fue el patetismo de esos años habaneros, el salto en el estómago y en los testículos al transgredir la ley civil y moral, el terror constante a ser sorprendidos y desde luego encarcelados. Escribiendo este trabajo me he preguntado si en realidad Arenas llegaba a sentir ese miedo. Para Arenas el mundo era algo reciente, literariamente diseñado, macondiano y virgen a ratos, y el ser humano, su dueño, habitándolo exclusivamente para usufructuarlo y para saciarse de él: no existían límites ni pecados, ni momento que perder, ni por qué renunciar a aquellos impulsos de la carne que hasta las alimañas más simples ostentaban frente a nuestros ojos. Un concepto epicúreo del universo nos regía, tal vez por saber que nuestra única posesión era ese cuerpo y ese rostro que también el castrismo ya intentaba usurparnos. Arenas irradiaba ese modo de ver el mundo, incluso en el exilio.
           El libro muestra el horror de vivir bajo el sistema castrista pero también la nostalgia de haber perdido ese lugar odiado y amado a la vez que todavía conserva, en algún punto de su alargada geografía, en un arbusto, en una piedra o en la corriente de un pequeño riachuelo, la imagen eternizada de nuestra primera masturbación o la complicidad de nuestra piel abriéndose al erotismo y a la luz. La fatal enfermedad de Arenas -víctima del SIDA- acrecentó la desesperación por volver a ver esos parajes ya fijos para siempre en su mente, coloreados y divinizados contra un cielo púrpura o estremecidos por la ventisca. Aunque en uno de sus textos Arenas nos dijera que no volvería a visitar la isla ni aunque acuñaran su rostro en una moneda, ni aunque lo eligieran Reina de Belleza por el municipio de Guanabacoa, en realidad no había otra cosa en este mundo que deseara con más vehemencia. El plebiscito a Fidel Castro, petición descabellada que haría a Fidel Castro para que se realizaran elecciones libres en Cuba, fue un último intento desesperado por volver a visitar la isla, aunque fuera en el instante antes que irremediablemente anocheciera. Pero el destino y el dictador se lo impidieron. Arenas no dejó de soñar nunca con esa Habana destartalada y salvaje, con las guaguas “calenturientas” y repletas donde se nos empujaba y se nos estropeaba pero donde también podíamos ser hechizados por la mirada de un joven recluta, de una bellísima muchacha igualmente sometida o por el cuerpo rotundo de un obrero de la construcción. No era otra cosa que el hombre amando entre las plagas, como sentenció Carpentier. Paradójicamente, en la Cuba de Fidel Castro, entre la vulgaridad y el horror, entre el terror y la esclavitud, fue donde únicamente Arenas llegó a amar y a ser correspondido.
           Estados Unidos fue para Reinaldo Arenas, exiliado desde 1980 hasta su suicidio en 1990, una breve estancia en Saturno. Nunca se adaptó a la sociedad norteamericana; ni siquiera formalizó su status legal en el país. La menor gestión era para él una hazaña irrealizable; obtener un pasaporte de refugiado o una licencia de conducir eran para él tareas más allá de su mundo y de sus fuerzas. No entendía las carreteras ni los impuestos, ni siquiera le interesaban. Sólo reconocía los códigos y las señas de sus conciudadanos, los valores que se trajo de Cuba y que no los identificaba la sociedad estadounidense. Con una ternura infantil me planteaba los problemas más infranqueables para él, como comprar un aparato de aire acondicionado o solicitar un permiso de salida temporal del país, cosas que podían sumirlo en la desesperación más angustiosa. En algunas ocasiones arremetía contra los Estados Unidos y sus juicios eran demoledores. Se quejaba del invierno, del verano, del ruido, del periódico The New York Times, del idioma inglés, de los trenes subterráneos, cosas éstas seriamente objetables para cualquier ciudadano de la urbe neoyorkina. En Nueva York esperó a que cambiaran las luces del tráfico histórico en Cuba, pero la luz permaneció roja hasta el final.
          Antes que anochezca no es sólo la autobiografía de Reinaldo Arenas sino también, de cierto modo, la dolorosa historia que alcanzó a escribir una juventud cercenada y perdida entre la demencia y el crimen.


Jason Paxton Graham

Unfathomable Permutations:  A Kabbalistic Analysis of 3 Fictions

Hablar es incurrir en tautologías.  Esta epístola   inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta   volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los   incontables hexágonos—y también su refutación.
                          — “La Biblioteca de Babel”
            The Kabbalah, a mystical series of originally Sephardic secret oral teachings first given its name in eleventh-century Spain by the Jewish philosopher Ibn Gabirol, and first revealed in written form in a thirteenth-century book called Zohar, or “Book of Splendor” (Epstein xvi-xvii), is mentioned explicitly or implicitly in numerous instances throughout Borges’s fictions.  The Castilian word cábala comes from the Hebrew qabbalah, which means “tradition,” and is used to describe the interpretative system of esoteric methods, transmitted by means of initiation, that attempted to reveal to initiates hidden doctrines regarding God and the world (Real Academia Española 338); in the words of one renowned kabbalistic scholar, the Kabbalah "is the sum of Jewish mysticism" (Scholem 1).  Commencing from the premise of the Pentateuch as being a work divinely sacred, and therefore divinely intentioned, initiates sought to study the occulted holy meanings of the Torah by such hermetic means as Hebrew letter permutation and boustrophedon, thereby treating the Scriptures as ciphered and cryptographic writings (Borges, Obras Completas III [hereafter referred to as OC III] 268-70). In the introductory biography written for the collected stories contained in Narraciones, Barnatán affirms that Borges first read Der Golem [pub. 1915] by Gustav Meyrink during his stay in Geneva until 1919 (31); it was most likely through his reading of Der Golem that Borges was first exposed to the metaphysical, and therefore literary, potential of the Kabbalah, and the back cover of the current English translation of Meyrink’s novel appropriately contains a quote by Borges expressing his admiration for the “dream-like setting on the Other Side of the Mirror” that permeates the book (Meyrink).  Whether explicitly indicated as an obscure method through which a detective can hope to solve a crime, or implicitly insinuated as a means through which the reader might decipher the metaphysical significance of an author’s revelatory and existential intimations, Borges’s concern with the Kabbalah constitutes a veritable subgenre within the immense Babylonian diversity of his infinite fictions.  By no means are Borges’s kabbalistic references and intimations limited to the three tales to be examined here; another instance among many can be found in the Afterword to The Aleph, where Borges makes explicit reference to having placed “the arguments of a Kabbalist or a theologian” in “the mouth of a ‘priest of the Pyramid of Qaholom’” in his story “The Writing of the God” (Collected Fictions [hereafter referred to as CF] 287).  It is only for reasons both numerical and variational that the following three fictions have been selected for kabbalistic analysis.
            In “Death and the Compass,” Borges transmutes “a Buenos Aires of dreams” into a city populated by people with “Germanic or Scandinavian names” (129), and the metropolitan locales, such as the “Hôtel du Nord” (147) and the “rue de Toulon” (150), have French names.  Such geographical transformations achieved through the alchemies of imagination have a precedent in fantastical literature:  Poe transmutes New York into Paris in “The Mystery of Marie Rogêt” [pub. 1842], “under pretence of relating the fate of a Parisian grisette” (Poe 758).  When one reads the first page of “Death and the Compass” (where explicit mention is given to Poe’s renowned creation Auguste Dupin, the world’s first literary detective), Borges’s tale appears to be an oblique homage to Poe’s literary genius, as well as to the influence that the Argentine’s Virginian predecessor exerted upon him.  Amidst the mysteriously murdered Dr. Yarmolinsky’s possessions, detective Lönnrot finds a biography of Baal Shem Tov (an Ukrainian mystic and Hasidic reformer who lived from 1698-1760 [Epstein 112-13]), and a monograph on the Tetragrammaton (“YHVH,” from which “all letters...depend on, and emanate from,” according to Cordovero’s permutation manual, Pardes Rimonim [105]).  It soon becomes clear that Borges’s tale is not an emulation of Poe’s tales of Dupin, but rather an excruciatingly original homage that Borges pays to his predecessor by fittingly exalting the genre Poe created to previously imponderable metaphysical heights.  Instead of imitation, “Death and the Compass” is rather a tragic assassination of the predominating characteristic that allowed Poe’s detective to solve murders:  it is Lönnrot’s hubristic belief in his capacity of kabbalistic ratiocination that constitutes the hamartia that provokes his eventual downfall.  As Lönnrot confidently embarks upon his quest to solve the case of triple-murder, and he passes into a house that “abounded in pointless symmetries and obsessive repetitions” (CF 153), the very description of the house itself serves as a means of foreshadowing that establishes a corollary between the “hundred days” he has spent on solving the case (153), and the “hundredth name” of God mentioned a few pages earlier (149).  So it is that Theseus-Lönnrot, pridefully armed with a Tetragrammatonic theory that he does not fully understand, heads forth into an unfathomably symbolic labyrinth, where the two-faced Hermes seen on page 153 is transformed into a two-faced Janus on page 154.  It is in this labyrinth where the intruder seeks the “Absolute Name” (149) of God and finds it manifested inscrutably in the countenance of his nemesis, Scarlach, the metaphorical Minotaur who murders Theseus in violation of mythological tradition.  In this tale, the absolute and terrible name of God can only be found by Lönnrot fatally through the obscure, ancient, antithetical ritual of death, provoked by the detective’s fallacious misapprehension of the Kabbalah.
            In Borges’s “The Library of Babel,” another combinatory transmutation takes place:  that which transforms the Tower of Babel that blasphemously touches heaven into an Alexandrine library of equally gargantuan proportions.  Because of this tale’s kabbalistic undertones, one feels that the historical Babylonian captivity of the Jews has been metaphorically transformed into a slavery that entails spending their entire lives attempting to decipher the tomes stacked along the hexagonal walls of bookshelves.  The insomniac librarians, whose numbers have been depleted by “suicide and diseases of the lung” (114), spend their entire existences wandering in this infinite Babylonian library; some of them search for a visionary encounter with what the Kabbalists called En Sof (“The Infinite” [Epstein 78]) by means of a certain volume which contains the name of God.  As the “editor” of the tale advises his readers, the language of the “original manuscript” in which “The Library of Babel” was written has “twenty-two letters of the alphabet” (CF 113), which, connotatively, is exactly the same number as “the twenty-two Hebrew letters” (Epstein 83).  The tomes, written in innumerable alphabets that line the endless shelves, all seem to be variations on the Kabbalist Abulafia’s Sefer Ha-Tzeruf (“Book of Permutations” [82]), and the librarians who pore over their infinite pages are a hierophantic combination of both Hasidim (mystic devotees of the Kabbalah [165]), and mastin (“witholders,” angels or demons who create perilous obstacles along the path to encountering En Sof [89]).  The Babylonian librarians are plagued by their fatalistic inner duality of mastin and Hasidim, and it is due to this irreconcilable inner Manicheism that at times “they strangled one another on the divine staircases...[and] were themselves hurled to their deaths by men of distant regions” (CF 115).  The most advanced stage of tzeruf, or mental Hebrew letter permutation, is the contemplation and permutation of the Shem Hameforesh (“Specific Name of God”); such contemplation can only be carried out by disciples who have passed all earlier tests and forms of meditation, and who can carry out “their permutations without the slightest error or distraction,” for anything else spells the “injury and even death” of the kabbalistic disciple (Epstein 95).  So it is that even as the librarian-disciples believe to have discovered the “cyclical book [that] is God” (CF 113), their ineptitude causes them to become irrevocably insane, killing each other and themselves as they plunge down through the “space...[where] passes a spiral staircase, which winds upward and downward into the remotest distance” (112).
            In Borges’s tale “The Aleph,” the name of divinity is but a letter, “the infinite Aleph” (282), which manifests itself as “a small iridescent sphere of almost unbearable brightness” (283) to the narrator, who awaits it in a dark basement in Buenos Aires.  The aleph, the sacred letter "pregnant with infinite meaning" (Scholem 30), is the first of three primordial Hebrew letters that also include mem and shin, which in kabbalistic thought contain all the potential elements used by God for the creation of the world (Epstein 73).  Twelve simple letters follow the initial three, which serve “as a channel for the divine energy which sustains the universe” (ibid), but the aleph is the first of the three most important letters used in divine creation.  When the narrator of “The Aleph” says: “what my eyes saw was simultaneous; what I shall write is successive, because language is successive” (CF 283), one realizes that the unfathomable nature of the world cannot be properly explained through words or cognitive thought, which is in itself a rather kabbalistic affirmation.  The omniscient and ephemeral vision that the narrator witnesses in the glow of the ????scintillating yet shadowy, infinite yet constrained, elevating yet melancholic, beauteous yet unbearable— cannot be spoken of here in any manner that might do the tale justice.  One must read the tale in order to fully appreciate the astoundingly beautiful compression of Borges’s masterful juxtaposition of images both universal and personal, which represent the staggeringly blinding beauty and the despondently inevitable decay of all creation, as encapsulated by a lone primordial letter that hovers fleetingly, shining out from the dismal darkness.  Little more can be said about this story that Borges does not say better in the tale’s postscript or in the tale itself, except perhaps mentioning that by intratextual interpolation a literary worm-hole of sorts opens between Borges’s tales “The Aleph” and “The Zahir”; one anxiously expects that at any instant the narrators of both fictions will suddenly exchange places and realities, as the avataric twenty-centavo coin of one story simultaneously becomes the shimmering kabbalistic letter-sphere of the other, and vice versa ad infinitum.
            The references Borges makes to the Kabbalah are not limited to his fictions, however.  The fact that he published an essay entitled “A Defense of the Kabbalah” in 1932 (Selected Non-Fictions 83-86), as well as one called “La cábala” for his Siete noches lecture series in 1980 (OC III 267-75), indicates the lifelong aesthetic importance of kabbalistic philosophies upon his own views of “the perplexities which not without some arrogance are called metaphysics” (CF 331): views of the universe which seem to be skeptical yet simultaneously mystical in Borges’s work.  The paradoxical tension of Borges’s concurrent mysticism and skepticism is perhaps best expressed in “Death and the Compass,” as the protagonist Lönnrot attempts to penetrate the infinite mysticism of the Kabbalah in order to solve a murder, but his unprepared immersion in the contemplation of the name of God leads him to his own destruction instead.  Such an ending could thereby superficially suggest a skepticism towards mystical texts; however, as there is always more than one manner of interpreting Borges’s fictions, perhaps Lönnrot’s act of misguided interpretation of the Tetragrammaton serves as an admiring reminder and warning of the very impenetrability of its inherent mysticism.  Thus Borges’s paradoxical tension of mysticism and skepticism, although often expounded upon in numerous tales, is never explicitly resolved in any of them, and the reader is left at the behest of his own conflicting interpretations, wandering lost somewhere, alone, trying desperately to decipher the boustrophedonic thoughts inscribed along the walls of his own mental House of Asterion.
            It is only in such a confusedly overwhelming state of awe for Borges’s narrative mastery that one can fully appreciate the inscrutable paradigms that control the lives of his tales’ protagonists, who never know if their search for infinity will lead them to the secret name of God or to their own destruction; protagonists who seek a greater clarity through obsessively kabbalistic manipulations, but who can only encounter the inexplicable obscurity of mystical transcendence through the dark degradation of death, whether it be their own or that of others.  It is the same permutated desire for transcendence that brings about the death of a certain detective who misapprehends the evidence of murder in a transmuted city, that motivates the plummeting falls of Babylonian librarians down infinite stairwells, and that enables a man in the cellar of a house in Buenos Aires to witness the world's entirety concentrated in the shining letter-sphere of all Creation, thus finally seeing the interred mortal remains of his long-dead beloved.  It is this sense of witnessing the inextricably beautiful yet terrifying splendor of the world that permeates and irradiates from the act of reading Borges’s fictions, through which the reader is inextricably bound to the author by a three-tiered Abulafian kabbalistic practice that transposes itself from the Kabbalah into literature:  mivta (“articulation of the letters,” in this literary context, the act that takes place when the narrator ponders the words of his narrative before recording them), mikhtav (“writing the letters,” in this context, the act that takes place when the narrator inscribes the letters of his narrative), and mashav (“contemplation of the letters,” the ultimate act, which in this context takes place when the narratee peruses the efforts of the mivta as represented by the mikhtav).  It was by this Abulafian practice that certain kabbalistic disciples aspired to achieve the transcendence of pure thought (Epstein 77); a similarly radiant intellectual revelation can be said to occur, without intending to incur in blasphemy, within the minds of literary disciples who read and are blinded by the ramifications of Borges’s atrocious epiphanies.  It is this desire for transcendence through the contemplation and permutation of letters that propels Borges’s readers to lose themselves irrevocably amid the twisting labyrinths of his infinite fictions, whose limitless hallways and bottomless abysses retain the mortal remains of metaphysical deaths, even as they echo with the tortuous and all too human aspiration to encounter the Unfathomable.

Works Cited

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Rigoberto Guevara

El círculo opresivo de la vestidura en Naufragios

            El encuentro entre los habitantes de América y los de Europa, y la conquista que enseguida se llevó a cabo, ha dado mucho material histórico con versiones variantes y contradictorias. Entre tantas narraciones “verdaderas”  presenciadas por el autor surge Naufragios (publicada como Relación y comentarios en 1542) de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, donde según el mismo autor, incluye su verdadero testimonio de sus experiencias en la fallada conquista de Norte América.  Esta abortada incursión militar se convirtió para el autor en casi una década (1528-36) de aventuras entre los nativos de esas tierras.  Pero entre este relato histórico aparece un claro metarrelato a través de la obra donde la vestidura juega un papel importante en relación al sufrimiento y los triunfos que supuestamente acaecen durante esta estadía.  En la obra, la condición de vestidura y desnudez claramente da una vuelta entera y determina quién es el opresor y quién es el oprimido.  El civilizado, representado por Cabeza de Vaca, a lo largo del libro difunde su poder cuando está vestido y sufre bajo el poder de los indios cuando pierde su ropa, según evidenciaremos en este trabajo1 .
            Es muy bien sabido que el autor hace uso de muchos elementos en su narrativa.  Como afirma Silvia Spitta,  “Cabeza de Vaca no sólo manipula el discurso bíblico milagroso, sino también el doble discurso chamánico de la curación y del terror” (327).  Francisco Maura, por su parte, señala que  “El autor conoce su público, por tanto si el público pide héroes le dará héroes, si el público pide oro y aventuras, el autor hará lo máximo posible para complacerlos” (41). Después de aparecer en la cima del poder, el español gradualmente pierde sus vestiduras y junto a ellas el poder,  es sometido a la voluntad de los naturales de las tierras y la naturaleza. Esta condición lo llevará desde la cumbre hasta la peor miseria imaginable y luego al obtener ropas, de regreso a la cima del poder.  Lucía Invernizzi señala al respecto que la narración  “gradualmente  va despojando a Alvar Núñez de todo aquello que lo identificaba como conquistador español para reducirlo de condición de hombre en situación de extrema necesidad y limitación” (13).  Pero a medida que el narrador pierde sus vestidos y se acerca a la miseria, el indio adquiere vestiduras y toma las riendas del que lo trataba de conquistar, como veremos.
            La desnudez  se manifiesta con mucha propensión en la obra al declarar  Cabeza de Vaca, con alguna inconsistencia,  que  permaneció desnudo durante los nueve años que estuvo perdido en el norte de América.  Ya en el Proemio del libro advierte: “pues este [testimonio] todo es lo que un hombre que salió desnudo pudo sacar consigo” (76). En la narración, desde el encuentro con los indios de Apalache, en el capítulo VII,  se hace mención de la falta de ropas de éstos: “como son [los indios]  tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen gigantes” (Desde aquí en adelante las cursivas serán nuestras).  Pero unos párrafos antes se ha asociado ya la vestidura con beneficios cuando habla de un encuentro pacífico con un grupo de indios: “....[encontramos] un señor que le traía un indio a cuestas, cubierto de un cuero de venado pintado: traía consigo mucha gente, y delante de él venían tañendo unas flautas de caña” (Cap V).   Evidentemente este indio es el líder del grupo.  En esta etapa de autoridad los españoles se dedican a explorar las tierras y a buscar a los indios para aprovecharse de sus provisiones: secuestran, matan, roban maíz y saquean las aldeas; prácticamente hacen lo que quieren.  Pero un incidente demuestra que a los españoles se les comienza a desvanecer el poder:  “Avellaneda volvió, y fue a socorrerlos [a sus compañeros], y los indios le acertaron una flecha por el canto de las corazas, y fue tal la herida, que pasó casi toda la flecha por el pescuezo y luego allí murió” (Cap VII).  Claro que aquí la vestidura de los españoles no es un elemento retórico, sino precisamente la protección que llevan consigo, pero en este incidente,  la coraza ha sido penetrada; la vulnerabilidad del español se ha descubierto y, tanto literal como figurativamente,  su escudo comienza a desmoronarse.
            Esta degradación del vestuario progresa y con ello el sufrimiento.  Después de construir barcos para tratar de escapar, se indica que “de la misma ropa de los palmitos, y de las colas y crines de los caballos, hicimos cuerdas y jarcias, y de nuestras camisas velas” (Cap VII).  Luego las consecuencias: “en este tiempo [cuando estaban finalizando la construcción del barco]  algunos andaban cogiendo mariscos por los rincones de las entradas de la mar, en que los indios, en dos veces que dieron en ellos, nos mataron diez hombres a vista del real, sin que los pudiésemos socorrer, los cuales hallamos de parte a parte pasados con las flechas” (Cap VII).  La vulnerabilidad es inmediata, tanto en defenderse como en asistir a los demás.
            Desde aquí en adelante la situación de los españoles empeora cada día de acuerdo con la disminución de sus ropas: se hacen mendigos, caen víctimas de  engaños de los indios,  les toman a algunos prisioneros, y luego todos son atacados abiertamente (Cap X-XII).   La descripción de los indios dominantes claramente indica que el poder emana de sus apariencias, especialmente sus vestidos: “nos pareció ser la gente más bien dispuesta y de más autoridad y concierto que hasta allí habíamos visto.  Traían los cabellos sueltos y muy largos, y cubiertos con mantas de martas, [. . .] algunas hechas por muy extraña manera, porque en ellas había unos lazos de labores de unas pieles leonadas, que parecían muy bien” (Cap X).  A medida que la narración presenta a los  españoles despojándose de sus ropas, los indios van adquiriéndola y, claramente con ello, la fuerza para batallar contra los invasores.  Este cambio no parece seguir el orden natural del poder y la vulnerabilidad que tradicionalmente la ropa provee en las civilizaciones, antes pues, es un elemento retórico, como hemos enfatizado, que guía el desarrollo de las distintas aventuras por toda la obra.  Este cambio radical del poder se confirma en el capítulo XI: “después de media hora acudieron otros cien indios flecheros, que ahora ellos fuesen grandes o no, nuestro miedo les hacía parecer gigantes.”  Pero lo que ocurre después de la batalla, ya cuando se han podido alejar de los que les hicieron guerra, es espectacular.  Confiesa Cabeza de Vaca que: “[los indios] nos trajeron mucho pescado y unas raíces [. . .].  A la tarde volvieron y nos trajeron más pescado y de las mismas raíces, e hicieron venir sus mujeres e hijos para que nos viesen” (Cap XII).  Los  españoles se han vuelto mendigos, y más grave aún,  espécimen rara que los indios tienen como exhibición para sus mujeres e hijos.
            En el capítulo XII incrementa la miseria, según declara el autor: “desenterramos la barca de la arena en que estaba metida, y fue menester que nos desnudásemos todos.”  Después de batallar con la embarcación, se indica que “a dos tiros de ballesta dentro en la  mar, nos dio tal golpe de agua que nos mojó a todos; y como íbamos desnudos y el frío que hacía era muy grande, soltamos los remos de las manos, y a otro golpe que la mar nos dio, transtornó la barca.”  Obviamente en este caso se trata de vulnerabilidad ante los elementos del tiempo, pero es claro que la narración va progresando camino a la desnudez y fracaso total.   En este incidente,  “La barca los tomó debajo [a tres hombres] y se ahogaron.”  Evidentemente,  la naturaleza americana y los indios han despojado a los civilizados de sus vestidos y los ha colocado en el puesto que habían ocupado los indios ante los civilizados vestidos.   Cabeza de Vaca enfatiza la condición vulnerable en la que se encuentran debido a la falta de vestuario: “los que quedamos escapamos, desnudos como nacimos.”   Desde aquí hasta el final del relato Cabeza de Vaca indicará que estuvo desnudo, aunque se contradiga algunas veces, y esta desnudez, mientras exista, demostrará debilidad durante toda su estadía.  Apunta Silvia Spitta que al quedar a la merced de la naturaleza americana y de los indios,  los españoles “tienen que in- corporar [sic], en gran medida, la otredad americana que con tanta facilidad fue descartada y rechazada por los demás conquistadores” (317), y por ellos mismos antes de que perdieran sus vestidos.   Ya desnudos los españoles sufrirán en manos de los indios diversas desdichas que no cesan hasta que finalmente adquieren vestidos.

Consecuencias de la desnudez

            Ya desnudo el español se convierte en bárbaro e inútil, mendigo, antropófago  y esclavo; su condición es abominable.

La mendicidad:
            Los españoles comienza a ser mendigos en el capítulo X cuando ruegan a los indios que les den agua, como ya se ha indicado antes, y que les muestren la dirección para encontrar un puerto u otros barcos de cristianos. Esta condición  incrementa después del naufragio, en el capítulo XII (donde quedan totalmente desnudos), cuando ruegan, imploran y derraman lágrimas de indignación por la necesidad de que los indios los lleven a sus casas.  El resto de la narración, mientras viven como esclavos hasta los últimos cinco capítulos del libro,  es un ruego constante para que se les perdone la vida, les alimenten y les dirijan hacia el oeste.

Antropófagos:
            El español  se vuelve antropófago cuando un grupo de éstos que estaba con unos indios que  fueron azotados por tempestades durante las cuales no podían obtener comida, causando que mucha  gente muriera.  Indica Cabeza de Vaca que  “cinco cristianos que estaban en un rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese” (Cap XIV).  El antropofaguismo, sin embargo, no es aceptado por los indios, según se indica: “de este caso se alteraron tanto los indios, y hubo entre ellos tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo vieran, los mataran, y todos nos viéramos en grande trabajo.” Esta postura de los indios evidentemente “invierte la jerarquía de civilización y barbarie que había servido de justificación ideológica de la conquista” (Spitta 318).
             En el capítulo XVII se presenta otro caso de antropofaguismo cuando se describe cómo pasó otro grupo de españoles en otra isla: “...Sotamayor ... dio un palo, de que Pantoja quedó muerto, y así se fueron acabando;  y [a] los que morían, los otros los hacían tasajos, y comiendo de él se mantuvo [el grupo] hasta [el] primero de marzo.”  Interesante narración de la forma de la muerte de los españoles y lo que les sigue.  Cabeza de Vaca lo narra en tal manera que da la indicación que se  fueron matando unos a otros para comerse, y no que los que morían eran comidos por los que quedaban vivos.  Es importante la última situación porque de esta forma el narrador pinta al español como un salvaje total que se mata uno a otro para comerse, y no como un ser racional que trata de aprovechar cualquier cosa para asegurar su sobrevivencia.

La esclavitud y la servidumbre:
            La esclavitud en manos de los indios es manifestada a partir del capítulo XV.  Aunque cambia de amo muchas veces y su esclavitud se manifiesta en diferentes niveles y bajo distintas circunstancias,  mientras viva desnudo será dominado por los indios y la naturaleza.  Pero después de haber acordado a servir de curanderos y de “curar” a los enfermos, indica que como recompensa les “daban cueros y otras cosillas” y también “dejaban de comer ellos para darla [la comida] a nosotros” (Cap XV).  Es extremadamente curioso que ahora que han recibido cueros ya se les proporciona comida.  La ocasión que mejor ilustra la esclavitud del español se confiesa en el capítulo XVII: “yo quedé allí, y me dieron por esclavo a un indio con quien Dorantes estaba, el cual era tuerto, y su mujer y un hijo que tenía y otro que estaba en su compañía; de manera que todos eran tuertos.”  Cabeza de Vaca ha llegado a ser el Lazarillo  de una familia de tuertos.  Estos indios, indica Cabeza de Vaca, hacen de los búfalos pequeños  “mantas para cubrirse, y de los mayores hacen zapatos y rodelas” (Cap XVIII).  Evidentemente, los amos que hoy tiene se visten y se calzan, una vez más respaldando nuestra postura que la ropa, simbólicamente,  indica quién domina en la novela.  Al mudarse, los españoles se dedican a curar enfermos y sus talentos los presentan como dioses, pero aunque permanecen esclavos  poco a poco recuperan cierta libertad y autoridad hasta alcanzar a tener control de los indios, pero esto no ocurre hasta que se han vestidos.

La humanización del indígena:
            Al mismo tiempo que se presentan las condiciones salvajes del europeo se manifiestan, directamente de la boca de éste, aspectos “humanos” de los indígenas, completándose así  el cambio de los papeles entre los “bárbaros” y los “civilizados.” El caso más obvio es el de amo y esclavo, cautivador  y cautivo. Pero también aparecen otras circunstancias donde prevalece la “humanidad” del supuesto bruto.   Cabeza de Vaca indica  que  “cuando ellos [los indios] nos vieron  así en tan diferente hábito del primero y en manera tan extraña, espantáronse tanto que se volvieron atrás;” y también: “los indios, de ver el desastre que nos había venido y el desastre en que estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de ahí se podía oír, y esto les duró más de media hora” (Cap XII).  En la primera cita se indica  un cambio donde los “extraños”, desnudos  son los europeos; los indios adquieren un status más civilizado pues son ellos los que hoy “observan” a unos seres raros que dan pavor.  La segunda cita, junto con su dramatismo, es una humanización absoluta del indígena: un ser con sentimientos, (aunque todavía los españoles lo ven como bestia), que llora y siente el dolor ajeno; que simpatiza con los que se encuentran en la desgracia.  Esta  “civilización” del indígena aparece también en el capítulo XVIII, cuando los españoles sugieren que los indios casen a sus mujeres con gente de su grupo, en cuya reacción  “dijeron que era cosa fea casarlas a sus parientes.”  La humanidad del indígena también se puede ver en la forma de tratar a los vulnerables. Después de recibir los ruegos de los españoles que los llevasen a sus aldeas, según narra Cabeza de Vaca, “treinta de ellos [indios] se cargaron de leña y se fueron a sus casas [...] nos tomaron, y llevándonos asidos y con mucha prisa, fuimos a sus casas.  Por el gran frío que hacía, y temiendo que en el camino alguno muriese o desmayase, proveyeron que hubiese cuatro o cinco fuegos muy grandes puestos a trechos, y en cada unos nos calentaban” (Cap XVIII).  El bárbaro hoy protege a los indefensos con mucha astucia, ingeniosidad y consideración; su inteligencia y compasión no puede ser más evidente.
            Con todos los cambios de papeles que se originan a partir de la desnudez  antes mencionados, se concluye  la inversión de los papeles.  Pero gradualmente comienza otro movimiento; es decir, el que concluye el círculo, y el que ha perdido la ropa, gradualmente (así como la perdió) la recupera, y provoca  un regreso a las condiciones antiguas.

La recuperación de la ropa y las consecuencia

            Como recompensa por ser curanderos, los indios dan ropas a los españoles y gradualmente mejora su condición.  Hay un beneficio inmediato después que se menciona que reciben cueros en el Cap. XV, pero al despojarse de éstos para obtener comida continúa su sufrimiento.  Más tarde señala Cabeza de Vaca que “como la hambre fuese tanta, nosotros compramos dos perros y a trueco de ellos les dimos unas redes y otras cosas, y un cuero con que yo me cubría” (cap XXII).  Evidentemente ha adquirido cierta vestidura que en este momento le sirve para obtener comida.  Pero inmediatamente reitera que “había  dicho que [anduvimos]  desnudos por toda esa tierra,” confirmando así su inconsistencia en el relato, pero afirmando mediante el metarrelato la autoridad y lo beneficios que la ropa proporciona.  A partir del capítulo XXVII , ya cuando se ha mencionado que han recibido ropa, los españoles escapan una vez más y son bien recibidos por otros indios, pero al partir en busca de los otros cristianos en el occidente se convierten en los “dioses,” a quienes los indios acompañan porque curan a los enfermos, pero al mismo tiempo  inician un ciclo destructivo para los indios que encuentran, como indica Cabeza de Vaca: “comenzó otra nueva  costumbre, y es, que recibiéndonos muy bien, que los [indios] que iban con nosotros los comenzaron a hacer tanto mal, que les tomaron las haciendas [a los otros indios que encontraban] y les saqueaban las casas, sin que otra cosa ninguna les dejasen.”  Una vez que se inicia esta “costumbre,” los españoles, ahora vestidos, dirigirán un grupo de ladrones que causarán la ruina de todo grupo de indios que encuentren.  Y a medida que aumenta la ropa que reciben (reciben mantas y cueros casi siempre que encuentran una nueva aldea), aumentan los saqueos ya que los indios a los que saquean  se integran a su grupo y van a saquear a otros grupos que la caravana encuentre.
            Reciben ropa, en la forma de mantas de algodón, cueros, camisa y calzado en los capítulos  XXIX, XXX, XXXI, XXXII y XXXIII.  En el primer capítulo donde reciben ropa, que no intercambian por otra cosa, se indica ya el poder que empiezan a tener sobre los indios: “Todo cuanto aquella gente hallaban [sic] y mataban nos lo ponían delante, sin que ellos osasen tomar ninguna cosa, aunque muriesen de hambre.”  Añade también: “las mujeres nos traían las tunas y  arañas y gusanos y lo que podían haber; porque aunque se muriesen de hambre, ninguna cosa habían de comer sin que nosotros la diésemos” (Cap XXIX).  En el capítulo XXX, se indica:  “como nosotros todavía fingíamos estar enojados y porque su miedo no se quitase, sucedió una cosa extraña, y fue que este día mucho adolecieron muchos de ellos, y otro día siguiente murieron ocho hombres.”  La simple sospecha que están enojados causa la muerte de ocho indios; ¡tan grande es el poder que los españoles han adquirido con sus vestidos!  Ahora, después de indicar la gran cantidad de mantas y cueros que han recibido en este capítulo, se afirma otra vez que “estos indios andan completamente desnudos.
            La presencia del español vestido se manifiesta también por el sufrimiento de los indios en sus manos, que ocurre cuando el narrador se acerca al área donde se encuentran sus compatriotas.  En el capítulo XXXII, cuando unos mensajeros (indios)  vuelven, Cabeza de Vaca reporta que “no habían hallado gente [en una aldea muy grande], que toda andaba por los montes, escondidos huyendo, porque los cristianos no los matasen [e] hiciesen esclavos; y que la noche pasada habían visto a los cristianos estando ellos detrás de unos árboles mirando lo que hacían, y vieron cómo llevaban muchos indios en cadenas.”  Cuando finalmente se reúnen con los otros españoles, entre las quejas de éstos les manifiestan era que “estaban perdidos, porque había muchos días que no habían podido tomar indios” (Cap. XXXIII).  Y más tarde indica Cabeza de Vaca que “querían hacer los indios que traíamos esclavos” (Cap. XXXIV), demostrando así la completa oposición del español vestido y montado al vestido con ropas de indio, aspecto que es confirmado con la confesión de los indios según se narra: “unos con otros entre sí platicaban, diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol, y ellos donde se pone.  Que nosotros sanábamos los enfermos y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas.” Es impresionante la antítesis que los indios divulgan cuando comparan a los españoles, sin embargo, la diferencia entre el español vestido en mantas de indios y el que viste la ropa europea viene a ser relativa, pues Cabeza de Vaca, ya con ropas,  ha llevado destrucción económica a muchos indios durante su viaje.
            La última curva del círculo se concluye con la adquisición de ropas europeas por parte del que ha pasado “desnudo” durante su estancia con los indios y sólo entonces puede regresar a Europa. Señala Cabeza de Vaca que yendo con seis cristianos que llevaban quinientos indios hechos esclavos a Compostela: “el gobernador nos recibió muy bien, y de lo que tenía nos dio de vestir; lo cual yo por muchos días no pude traer” (Cap. XXXVI)
            Antes de concluir este estudio hay que indicar  las contradicciones varias, a las que ya se ha aludido, sobre el estado de desnudez del protagonista principal.  Es evidente que él no deja pasar una oportunidad para indicar su condición de no llevar ropa ninguna, sin embargo, son muchas las referencias que hace donde señala que recibe  mantas y cueros,  además,  habla de la vestidura que él llevaba:  “... y las cañas me rompían por muchas partes, porque muchas de ellas estaban quebradas y había que entrar por medio de ellas con la ropa que he dicho que traía” (Cap. XVI);  “Y un cuero con que yo me cubría” (Cap. XXII); “... alcancé cuatro cristianos de caballo, que recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios” (Cap. XXXIII).  Evidentemente el hecho de estar desnudo o vestido se olvida algunas veces; la desnudez que cabeza de Vaca afirma, hemos de concluir, es un símbolo retórico que sirve  para indicar la vulnerabilidad que consistentemente divulga en el metarrelato.
 


Nota

            1  Este trabajo no trata de hacer, de ninguna manera, un estudio del tema obvio como es la civilización y la barbarie, y menos el valor y las variedades de las ropas entre los nativos de América, o la condición de civilización que indican. Tampoco se intenta estudiar el peregrinaje o el papel de mesías que el protagonista presenta, ni mucho menos los milagros y los actos de cirugía cardíaca en la obra.
 


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Don Juan burlado:  hacia un análisis tropológico de la dialéctica de
El burlador de Tirso

            En El análisis retórico, Roland Barthes dice, que la literatura se presenta como “institución” y como “obra.”  Como “institución,” éste dice que la literatura se asemeja a todos los usos y todas las prácticas que regulan el proceso de la cosa escrita en una sociedad determinada (34).  Al hacer esta declaración, Barthes toma en consideración una multiplicidad de factores que contribuyen a la producción de toda obra literaria.  En cuanto a los usos y prácticas, Barthes considera que el estatuto social e ideológico del escritor contribuye a la formación del texto, al igual que los modos de difusión, las condiciones de consumo e inclusive las opiniones de la crítica misma.  Lo mismo concluye Greenblatt en 1981 (Renaissance Self-Fashioning) cuando estudia los textos del siglo dieciséis y deicisiete del Renacimiento inglés.  Greenblatt encuentra que los textos del Renacimiento de Inglaterra revelan la influencia de las instituciones de poder vigentes, tales como la Corte, la Iglesia, y las instituciones de administración de las colonias.  A raíz de estos estudios, Greenblatt presenta una nueva corriente crítica, a la que llamó Nuevo Historicismo. El Nuevo Historicismo representó un cambio radical, no sólo en la crítica de los textos del Renacimiento, sino también en la crítica literaria en general.  Anterior al Nuevo Historicismo, la postura del Nuevo Criticismo era de ver en los textos (del Renacimiento) una estética distintiva que contenía una visión coherente. El Nuevo Historicismo se aparta de esta postura porque ve en el texto no sólo una representación cultural, sino también un sistema de poder que contiene la capacidad de impartir y fomentar ideologías específicas.  Para el Nuevo Historicismo todo análisis de texto se extiende más allá de la forma para incluir otros factores, tales como la sujetividad y posición ideológica del autor, que pueden influenciar en el contexto, ya que para ellos el contexto lo manipula todo, incluida la forma.  El Nuevo Historicismo no pretende ser una teoría crítica porque se considera, a su vez, una forma interactiva de lectura que investiga, cuestiona y se preocupa por la manera en que el texto representa las prácticas de una sociedad. El Nuevo Historicismo ve en la producción de todo texto la capacidad de formar, perpetuar o alterar los códigos dominantes de esa misma sociedad (Cadzow 2).  No siendo teoría, el Nuevo Historicismo carece también de una metodología o prácticas específicas hacia la finalidad de un objectivo crítico. Esto, y su estrecha afiliación con otros movimientos radicales como el Marxismo y la preocupación con los conflictos de clases, el Feminismo y su posición en cuanto a la jerarquía de géneros, y Foucault y la influencia de los sistemas de poder en el proceso discursivo han dado como resultado que el Nuevo Historicismo sea visto por algunos,  no como un movimiento innovador, sino como síntesis de teorías previamente exploradas. No obstante, los seguidores de este movimiento y sus proponentes encuentran que es precisamente esta falta de metodología específica en combinación con una postura totalmente abierta y ecléctica lo que hace del Nuevo Historicismo un movimiento renovador y singular. En New Historicism and the Comedia: Poetics, Politics and Praxis, Madrigal agrega que el Nuevo Historicismo tiene como objetivo principal el ver cómo esa producción cultural que es el texto interacciona con la audiencia intencionada, un punto vital en el análisis de las Comedias. Pero más importante aún es  tener en cuenta otros factores que para el Nuevo Historicismo dan paso a una multiplicidad de posibles modos de análisis y conclusiones como sugiere Madrigal en el siguiente párrafo:

New Historicism has also brought to the discussion table other ideas that should not go unmentioned, as they are extremely useful in the interpretation of a literary  text, among them, the wider use of concepts such as subversion, containment, social energy, appropriation, circulation and exchange, refiguring thick description, canon, represen-tation, pluralism, mediation, feminism, post-colonialism, anecdote, otherness, etc (9).
          Teniendo en cuenta la visión que menciona Madrigal sobre el Nuevo Historicismo, el objetivo de este trabajo es hacer un análisis crítico del personaje de don Juan de Tirso de Molina para identificar cómo El Burlador de Sevilla forma parte de una dialéctica subversiva que representa la conciencia (quizás subyacente) de una sociedad en declive. Para lograr este objetivo es necesario analizar cómo los binarismos juventud/vejez, hombre/mujer, Dios/rey se presentan en conflicto a través de la obra. También es necesario evaluar cómo las acciones de don Juan (la causa) tienen repercusiones (el efecto) para todos los demás personajes, incluyendo la figura del rey, quien (no accidentalmente) aparece como personaje secundario, algo que en sí está fuera del convencionalismo de las Comedias de la época.  Para lograr este objetivo haré un análisis de los tropos según el modelo tropológico de Hayden White para determinar cómo el comportamiento de don Juan fluctúa entre una y otra forma de lenguaje figurado de acuerdo a quién se dirige la acción o el comportamiento. Pero antes una breve nota sobre tropología.  Influenciado por la teoría de idealismo de Kant y el Movimiento Estructuralista, White adapta las técnicas de Giambattista Vico1  en el estudio de textos antiguos y la gramática de los tropos de Kenneth Burke2  e introduce el Modelo Tropológico.  Según White, un análisis minucioso de la secuencia de los cuatros tropos (metáfora, metonimia, sinécdoque, e ironía) conlleva a un contexto (histórico) que transciende las evidencias relevantes que el texto proporciona.  Hasta cierto punto resulta irónico que White haga uso de figuras retóricas para encontrar el contexto “histórico” dentro del texto. Éste explica que la visión del historiador deriva no de las evidencias presentadas por el texto, puesto que la visión determina por anticipado las evidencias, sino a través del análisis de las categorías de lenguaje poético o figurado que se encuentran en el texto. En donde Burke ve en los tropos un medio de transmisión emotivo o persuasivo, White ve en éstos un medio de interpretación contextual. Los medios de persuasión, es decir, la secuencia de los tropos, determinan los huecos y contradicciones en el texto que apuntan hacia esos conflictos subversivos, a veces subyacentes, al que, según Madrigal, el Nuevo Historicismo busca establecer. En Metahistory, White explica cómo la secuencia tropológica se inicia con la caracterización metafórica de una interpretación o perspectiva original, y pasa a una reducción metonímica, a una identificación integrativa sinecdóquica, a la culminación que es la aprehensión irónica del sentido figurado de la secuencia entera (Kellner  1).  El fin de la ironía es el de afirmar tácitamente lo negativo de algo que a nivel literal es afirmativo o a la inversa.   De la “ironía” como síntesis dialéctica dentro del modelo tropológico, White dice:
 It  presupposes that the reader or auditor already knows, or is capable of recognizing, the absurdity of the
 characterization of the thing designated in the Metaphor, Metonymy, or Synecdoche used to give form to it (37).
White reafirma las observaciones de Madrigal cuando este último dice que el Nuevo Historicismo toma en consideración cómo el texto interacciona con una audiencia intencionada.  Burke expresa lo mismo cuando dice que su interés particular en cuanto al uso de los cuatro tropos se refiere, radica no en la definición del sentido figurado de los tropos, sino en el papel que estos juegan hacia el descubrimiento y descripción de una “realidad” para una audiencia intencionada.  Con este fin, Burke dice que en sentido “literal” o “realista” los cuatro tropos se pueden substituir generalmente de la siguiente manera:  metáfora por perspectiva, metonimia por reducción, sinécdoque por representación, e ironía por dialéctica (503). Hago nota de este punto porque en ocasiones me veré en la necesidad de fluctuar entre lo figurado y lo literal a través de este análisis.
            Metáfora, por definición, es ver una cosa en términos de otra.  Proponer esto, según White, equivale a decir que metáfora es la individualización metafórica de un punto de vista desde el cual podemos ver parte de una realidad (histórica).  De manera que existe en la metáfora esa capacidad de familiarizarnos con una realidad que no es familiar.  El fin de la metáfora es, entonces, hacernos ver un sistema menos familiar en términos de uno más familiar (Ankersmit 11-13).  Teniendo en cuenta el objetivo de este trabajo de ver cómo la figura de don Juan se presenta como personaje subversivo, es también necesario determinar qué punto de vista metafórico o perspectiva representa el personaje de don Juan. ¿Cuál es aquella realidad “menos” familiar, y cuál la “más familiar” a la que apunta don Juan como perspectiva? Creo que el anacronismo entre el tiempo del relato y el tiempo de representación del relato es una clave que apunta hacia la familiarización de esa “otra” realidad.  El relato toma lugar en el  Siglo XIV durante el reinado de Alfonso XI de Castilla.  Sin embargo, las referencias a las que apuntan la obra se asemejan más a la realidad del Siglo XVII, cuando se presenta la obra, que a la realidad del tiempo medieval al que hace referencia.  Sobre este anacronismo, Catherine Connor dice en “Don Juan:  Cultural Trickster in the Burlador Text3 ”:
Tirso’s don Juan represents more than an enigmatic masculine character from seventeenth-century Spain’s problematic society. The burlador don Juan calls into question the distance between an idealized view of medieval patriarchy’s cultural values and the evolution or degeneration of  those  values  in the seventeenth century. Honor, courage, and willful determination—the manly virtues spawned and idealized in earlier, more tribal times—are represented in a different context when reproduced within the social structures of the early modern era (87).
También se puede ver el anacronismo en El burlador como artificio dialéctico.  Es decir, una táctica por parte del autor para situar aquella “otra” realidad “menos” familiar dentro del contexto de la realidad “más” familiar en que se desenvuelve o representa la obra.  El público de entonces habría visto en El burlador la representación de una “realidad” para ellos actual a pesar de las referencias a un tiempo pasado.   Este hueco en la narrativa es indicio de que existe en el autor un conflicto ideológico entre una realidad idealizada (el pasado) y la otra (su realidad actual)  la cual éste percibe como deterioro moral a consecuencia de la pérdida de la moral y el reconocimiento de los valores ideales.  El informe de Don Gonzalo sobre Lisboa es un discurso alegórico que exalta el reino de Castilla en todo su apogeo económico y militar.  Este apogeo económico, militar y cultural se encuentra íntimamente ligado a dos instituciones de poder:  la Iglesia
 …en cuya grandeza inmensa
 se ven diez Romas cifradas
 en conventos y en iglesias,
 en edificios y calles,
 en solares y encomiendas,
 en las letras y en las armas,
 en la justicia tan recta,
 en una Misericordia4
 que está honrando a su ribera,
 y pudiera honrar a España
 y aún enseñar a tenerla (54).
y la monarquía:
Ciento y treinta mil vecinos
tiene, gran señor, por cuenta,
y por no cansarle más,
un rey que tus manos besa (56).
La realidad idealizada, es decir esa “otra” que se contrapone a la realidad de don Juan como metáfora está representada en parte por los personajes viejos:  don Diego, don Pedro, don Gonzalo de Ulloa, los reyes de Castilla y Nápoles.  La jerarquía de los valores binarios personajes viejos (sociedad del Siglo XIV) y don Juan (sociedad del Siglo XVII), se invierten a través de la obra. Es decir, que se favorece el binarismo “don Juan/personajes viejos” sobre “personajes viejos/don Juan.” Para comprender la consecuencia subversiva de la inversión del binarismo hay que establecer primero que desde un punto de vista metafórico, don Juan representa la “realidad” de su época.   Sus actos conllevan una reducción metonímica.  Sus  acciones son la parte que representa un todo (la sociedad de entonces), “le llaman los mozos de su tiempo el Héctor de Sevilla” (63); “Guárdense todos de un hombre que a las mujeres engaña, y es el burlador de España” (78).  Pero, para los personajes viejos las acciones de don Juan son sinecdóquicas porque éstos las atribuyen a su edad, “esa mocedad [que lo] engaña.”  El uso del sintagma “¡Qué largo me lo fiais!” a manera de desafío para inferir que le queda un largo plazo para arrepentirse más tarde, es lo que define a don Juan:  un ser insensato y sin escrúpulo que se rige por una sola ley:  la carne.
            En su trato con las mujeres él es el caballero de la metonimia por excelencia.  En su afán de burlar a todas las mujeres del mundo, don Juan escoge mujeres representativas de diferentes grupos:   (una parte por el todo:  sinécdoque) la noble, la pescadora, la campesina, y la clase alta.  Su relación con éstas es únicamente corpórea, pero con la promesa de algo espiritual:  el matrimonio. Desde la perspectiva de las mujeres, el intercambio es sinecdóquico porque éstas ofrecen lo material por lo espiritual.  Por  consiguiente todas se consideran casadas con don Juan, y acuden al rey pidiendo justicia.  Es importante notar que la forma de burlar de don Juan varía conforme a los diferentes grupos sociales de cada cual.  En el caso de la duquesa Isabela y doña Ana, don Juan asume la identidad de don Octavio y el marqués de la Mota respectivamente (una cosa por otra:  metáfora).  Aún después de que Isabela y doña Ana descubren que han sido burladas, don Juan no revela su identidad. “¿Quién eres, hombre?,”  pregunta Isabela, y éste responde:   “¿Quién soy?  Un hombre sin nombre.”  Cuando doña Ana inquiere igualmente:  “… ¿no eres el marqués, que me has engañado?,“  don Juan enfatiza:  “Digo que lo soy.”  En ambos casos, don Juan reconoce que está lidiando con mujeres dentro de su propio círculo de intercambio social.   Es de interés notar que tanto Isabela como doña Ana no resisten a los avances de don Juan cuando creen que están en la oscuridad con sus prometidos.  En el caso de doña Ana, ella es la que inclusive le ofrece la llave de su aposento al marqués de la Mota, ofrenda luego interceptada por don Juan.  El cedimiento de estas dos mujeres en la oscuridad contrapuesto con el  rechazo de ambas a la luz del descubrimiento, presenta una perspectiva que trae al cuestionamiento el decoro de la corte en general.   En la corte se favorecen las acciones cometidas a la oscura sobre los descubrimientos a plena luz.  El modo de proceder de don Juan cambia al tratarse de la pescadora y la campesina.  Tanto Tisbea como Aminta son mujeres de la “otra” clase.  Don Juan es consciente de esto y cambia su forma de proceder.  Se podría decir que en el caso de ambas, la burla se asemeja más a lo que sería una conquista que una burla.  Por ejemplo, en la burla (de Isabela y doña Ana) está el embozo, la oscuridad, la falta de diálogo, y la negación de su identidad.  Lo opuesto sucede con la “conquista” de Tisbea y Aminta. Ante estas mujeres don Juan no esconde el rostro, la acción de convencer o “ganarse” a las mujeres se efectúa a campo abierto y durante el día, existe el  dialogo entre él y estas mujeres, y se revela la identidad de don Juan antes de efectuarse el engaño.
   Tisbea:       ¿Quién es este caballero?
   Catalinón:   Es hijo aqueste señor del camarero mayor del rey,…
   Tisbea:       ¿Cómo se llama?
   Catalinón:   Don Juan Tenorio (49).
En labios de Tisbea el lenguaje es más lírico y poético.  Tisbea representa metafóricamente la “otra” perspectiva que es contraria al comportamiento de las mujeres de la corte.  Aun así,  Tisbea también cede ante don Juan a pesar de su desdén al comienzo del encuentro.  Se puede ver la caída de Tisbea de manera metáforica para representar cómo, en el sistema de instituciones de la época, el poder del (hombre) noble, representado por don Juan, se interpone perversivamente ante todo juicio moral y ante toda clase social.
            Igualmente, Catalinón revela la identidad de su amo cuando éstos asisten, sin ser invitados, a la boda de Batricio con Aminta.  Que la presencia de don Juan, “un caballero” en la boda, sea interpretada por  Batricio como signo de “mal agüero” es en sí una ironía.  La ironía es aveces el tropo más difícil de discernir, no porque sea inexplicable, sino porque se puede representar en una multiplicidad de formas.  Una de las formas es la representación de un concepto positivo (los nobles) de  manera negativa (mal agüero).  También existe la representación de una cosa como la cosa misma para mostrar superioridad ante otra cosa menos superior:  la representación de don Juan como lo que es (una figura noble) ante los personajes del campo (los personajes bajos).  Cuando el resultado final de esta representación demuestra lo contrario, es decir una inversión en el orden jerárquico, se dice entonces que el resultado es irónico.  La escena del campo es en donde se manifiesta más la ironía porque, de todos los tropos, ésta es la más poderosa para representar la subversión, y porque el campo representa esa “realidad” idílica a la que aspira el autor.  La ironía comienza con el pronóstico de Batricio al ver en “un caballero”  un  “mal agüero,”  y el descaro de don Juan cuando dice:
 Pero antes de hacer el daño
 le pretendo reparar:
 a su padre voy a hablar
 para autorizar mi engaño (92).
Con esta acción, don Juan extiende su burla más alla de Aminta para incluir también al padre y a todos los presentes en la boda.   Su respuesta ante las amonestaciones del lacayo son igualmente muestras  de  ironías.
 Si es mi padre
 el dueño de la justicia,
 y es la privanza del rey,
 ¿ qué temes?  (94).


Que la forma de burlar de don Juan difiera entre la manera en que lo hace con las mujeres de la corte (su círculo social) y las mujeres de  “otro” ámbito, sugiere la existencia de una ideologia subyacente que busca cuestionamiento.  Al igual que con la pescadora, con Aminta don Juan no requiere de embozo ni de hacerse pasar por otro.  Por el contrario, su identidad— lo que esto representa para los campesinos— es la autoridad que le permite disponer de todos a su antojo.  Según Kierkegaard:

Irony may exhibit itself  through a relation of opposition in a still more indirect fashion when it chooses the simplest and most limited human beings, not in order to mock them, but in order to mock the wise (268). .
El descaro del comportamiento de don Juan ante la humildad e ignorancia de los personajes del campo hace que el espectador  favorezca a los campesinos sobre los personajes nobles.  Es decir, que en cuanto a la jerarquía de los valores binarios se refiere, se favorecen no los signos de poder, sino los de valor moral.  Entre ciudad y campo, se favorece la oposición:  campo/ciudad.  Igualmente se favorece el comportamiento de los campesinos sobre el de los nobles.  Don Juan mismo lo admite:
 Con el honor le vencí
 porque siempre los villanos
 tienen su honor en las manos,
 y siempre miran por sí.
 Que por tantas falsedades,
 es bien que se entienda y crea,
 que el honor se fué a la aldea
 huyendo de las ciudades (92).
En la escena del campo, don Juan se autoidentifica como “villano” y como “falso.”  También en el campo, don Juan se autoriza a sí mismo para hacer lo que le da la gana.  En su artículo Don Juan:  Cultural Trickster in the “Burlador” Text, Connor dice que la obra de Tirso  cuestiona dos instituciones sociales:  el matrimonio y el patriarcado.  Agrega que como toda institución, los sistemas de prácticas y de intercambios de estas instituciones se encuentran arraigadas en el poder  (94).  Ciertamente que el comportamiento de don Juan en el campo (idílico) comprueban esta actitud.  Sin embargo, visto desde el punto de vista del Nuevo Historicismo, y tomando en cuenta el énfasis en la ironía en esta escena, pienso que al imponer su poder sobre los personajes del campo, don Juan termina por demostrar la bajeza de su “superioridad.” La ideología del autor se resume en boca de Aminta, quien, metafóricamente, representa el ideal de los verdaderos valores, cuando ésta dice al referirse a don Juan:  “La desvergüenza en España, se ha hecho caballería” (93).
            Igualmente irónico en la obra de Tirso resulta ser la falta de compromiso por parte de los personajes viejos que se encuentran en posición de regir alguna autoridad.  Tanto don Pedro como don Diego son símbolos autoritarios para don Juan, pero ambos optan por encubrir las acciones del sobrino y del hijo respectivamente.  En la siguiente escena, don Juan reconoce la autoridad de su tío, y en un momento de humilde honestidad admite su culpa y espera el castigo justo que don Pedro, como personaje con autoridad sobre el, debiera de impartir:
 Don Juan: No quiero daros disculpa,
                   que la habré de dar siniestra.
                   Mi sangre es, señor, la vuestra;
                   sacadla, y pague la culpa.
                   A esos pies estoy rendido,
                   y esta es mi espada, señor (38).
Sin embargo, en el momento propicio para ejercer autoridad y mostrar la sensatez de los años, don Pedro  recurre, a su vez, a encubrir las acciones de don Juan.
 Don Pedro:  Álzate y muestra valor,
                       que esa humildad me ha vencido.
                       ¿Atreveraste a bajar
                       por ese balcón?
 Don Juan:    Sí  atrevo,
                      que alas en tu favor llevo.
 Don Pedro: Pues yo te quiero ayudar (38).
Como dialéctica, el procedimiento de don Pedro representa una problemática con repercusiones que se extienden más alla de los efectos immediatos de las acciones del personaje mismo.  Existe la ironía cuando don Juan se ofrece a “pagar la culpa” por sus acciones, pero don Pedro le aconseja que “muestre valor” y  baje del balcón antes de ser descubierto.   Notamos que es don Pedro y no don Juan quien invierte el valor del vocablo  “valor” en esta escena.  Al inferir que su sangre es la misma que la de don Pedro, don Juan sugiere también que lo que imponga don Pedro es acción válida para ambos.  La acción de don Pedro (el encubrimiento) se identifica con la forma de actuar de don Juan, dando como resultado un final irónico a la secuencia en donde don Juan (juventud) y don Pedro (vejez) se identifican de manera metafórica.   Esta identificación sugiere la existencia de un sistema de prácticas subyacente en el comportamiento y procedimiento de las personas en posiciones de poder.  En  Don Juan y el donjuanismo, Saenz-Alonso dice que a través de El burlador, Tirso, “denunció aquello que sucedía, y que era bien patente” (109).
            El texto como dialéctica forma parte de una difusión ideológica que conlleva, necesariamente, el poder y la capacidad de suplantar las normas y prácticas existentes de una sociedad por otros sistemas de prácticas y valores que no siempre representan los valores y creencias de la sociedad en general.   Tanto el comportamiento de don Juan, como el encubrimiento de sus acciones por parte de los personajes viejos implican la existencia de un comportamiento aceptado, siempre y cuando se mantengan las apariencias. El problema está en que irónicamente y de manera desapercibida el encubrimiento valida  aquellos sistemas de prácticas que contribuyen indirectamente al deterioro y el declive de la sociedad misma a la que busca resguardar:
  La moral se adapta a los tiempos, que la van transformando insensiblemente, cediendo siempre, y cuando ese ceder ha llegado al extremo de una decadencia, entonces se fortalece por la nueva moral importada…(Saenz-Alonso 214).
Aun así, las reacciones de don Diego y don Pedro se pueden, sino justificar, al menos explicar dado el parentesco entre ambos personajes con don Juan, y teniendo en cuenta las repercusiones que los actos de don Juan tendrían hacia sus posiciones ante el rey. Pero este no es el caso en cuanto el comportamiento del rey. El Rey de Nápoles decreta, retracta, y vuelve a decretar dado los desafíos persistentes de don Juan.  Esta ambivalencia por parte del rey de administrar justicia crea en la mentalidad del público la perspectiva de una monarquía desprovista, si no enteramente de autoridad, al menos de justicia.  Dado el sistema político monárquico de la época, este es el punto más subversivo al que apunta las acciones de don Juan. Para don Juan no existen reglas morales ni poder (terrenal) que lo puedan contener.  Su burla no se limita a las mujeres, sino también a los hombres que están relacionados con las mujeres que son objetos de su burla.  Se ha hecho mucha referencia sobre el trato de don Juan hacia las mujeres.   Hay que tener en cuenta que, por regla casi siempre general,5  las mujeres no juegan un papel importante como personajes en la Comedia.  La ausencia de la madre en la Comedia relega la representación de éstas a hijas, hermanas, prometidas, sirvientas, etc., es decir, a personajes que se encuentran siempre en posiciones inferiores con relación a la figura del hombre.  Esta es una convención a la que Tirso se adhiere en El burlador.  Sin embargo, es importante notar que la burla de don Juan no se limita sólo a los mujeres.  He mencionado anteriormente al padre de Aminta, por ejemplo.  De igual manera, el comportamiento de don Juan es un afrontamiento hacia su propio padre, hacia sus contemporáneos, e incluso hacia el rey mismo.  La jerarquía de poder binaria Rey/don Juan se invierte para favorecer, en vez, la oposición binaria don Juan/Rey. Saenz-Alonso sugiere que, como institución,  El burlador, se presenta como un sistema de prácticas que representa la época en la que se escribe.  Sugiero de manera adicional que, como institución, la obra busca alterar ese mismo sistema de prácticas que representa.  Para probar esto apunto hacia otra convención de la Comedia de la época:  la figura del Rey como personaje autoritario que re-establece el orden social interrumpido por la(s) vileza(s) de algun(os) personaje(s).  El público (acondicionado a esta convención) habría esperado un desenlace en la obra de Tirso a manera de Rex ex machina6 . La connotación o dialéctica de esta convención es que el rey como personaje central de autoridad suprema (terrenal) tiene un poder que es secundario sólo al de Dios.  La ambivalencia del rey como personaje ante los desafíos de don Juan sugiere que la institución de la monarquía es inepta en asuntos de moral.  Ante la burla de la duquesa Isabela y el enfrentamiento del duque Octavio y don Juan, el Rey cede a los ruegos de su privado y padre de don Juan:
 Rey:             Sin duda
                      que supo de don Juan al desatino,
                       y que viene, incitado a la venganza,
                      a pedir que le otorgue desafío.
 Don Diego: Gran señor, en tus heróicas mano
                      está mi vida, que mi vida propia
                      es la vida de un hijo inobediente;
                      que, aunque mozo, gallardo y valeroso,
                      y le llaman los mozos de su tiempo
                      el Héctor de Sevilla, porque ha hecho
                      tantas y tan extrañas mocedades,
                      la razón puede mucho.  No permitas
                      el desafío, si es posible
 Rey:             Basta.
                      Ya os entiendo, Tenorio:  honor de padre.
 Don Diego: Señor dame esas plantas.
                      ¿Cómo podré pagar mercedes tantas? (63).
En esta escena se muestra la figura del rey más alejado de la imagen de “ser supremo” para aproximarlo más a las debilidades y flaquezas de los otros personajes.  El rey es igualmente impotente ante las acciones de don Juan.  Más detrimente aún es cuando éste admite por su propia cuenta que no sabe lo que hay que hacer para remediar la situación cuando se ve obligado a deshacer de un decretado que antes había hecho a don Gonzalo de Ulloa de casar a doña Ana con don Juan:
            Mi enojo vea
 en el destierro de Sevilla; salga
 a Lebrija esta noche, y agradezca
 sólo el merecimiento de su padre …
 Pero, decid, don Diego, ¿qué diremos
 Gonzalo de Ulloa, sin que erremos?
 Casele con su hija, y no se cómo
 lo puedo ahora remediar (63).
La ambivalencia del rey de impartir justicia para restaurar el orden social interrumpido por las acciones de don Juan, sugiere que en cuanto a conflictos de moral se refiere, éstos pertenecen al dominio de la Iglesia.
            Como hemos visto los tropos se encuentran en cualquier secuencia del texto que se busca analizar.  Hemos visto también cómo cada análisis de su uso en El burlador nos ha dado una clave más hacia esa perspectiva a la que apunta don Juan como personaje.  Pero, para White y aquellos que escriben  sobre los tropos, el énfasis está en la secuencia o recorrido de los tropos que se inicia con la metáfora, y pasa a metonimia, a sinécdoque, y culmina en ironía como un proceso sucesivo del conocimiento de la verdad en el texto.  Visto de manera general, y no particular, El burlador tiene un comienzo metafórico, una cosa por otra:  don Juan se hace pasar por otro; el ambiente y las mentiras en el palacio buscan representar “otra” realidad.  Los intercambios entre don Juan y las mujeres avanzan la secuencia a metonimia, lo físico por la promesa de algo espiritual.  La sinécdoque ocurre por parte de las mujeres y los personajes viejos.  Las mujeres se dejan guiar por la promesa de matrimonio, por consiguiente, sus ofrecimientos se convierten en la afirmación de algo espiritual; los personajes viejos, por su parte, justifican las mentiras y  los encubrimientos de las acciones de don Juan porque ven en él a la  juventud—una condición temporal.
            La ironía mayor es la que sufre don Juan antes de morir al final de la obra. En vida, don Juan cuenta con un largo plazo para arrepentirse porque dentro de ese sistema de prácticas a la que él pertenece, la enmienda es siempre desplazada.  Cada desplazamiento representó para don Juan  una afirmación de sus actos y un nuevo límite que desafiar.  Metafóricamente sus acciones sugieren un retroceso hacia ese primitivismo humano cuando el hombre, más bestia que hombre, se rige por el instinto y no por la razón.  En la etapa primicia de la evolución del consciente humano, Vico sugiere que el hombre primitivo (bestia) crea la existencia de un Ser Supremo para justificar todo aquello que lo aterra dentro de ese ambiente del que forma parte.  Éste alzó la mirada al cielo ante el ruido del trueno, lo cual le sirvió de evidencia para explicar la existencia de un  Ser más poderoso que él, cuyo castigo había que temer porque su enojo era implacable.  El hombre primitivo rigió su comportamiento basado en este temor y evolucionó de manera consciente de primitivismo a civilización (Vaughan 84-85).  Teniendo en cuenta a don Juan como metáfora o perspectiva, Tirso sugiere que la sociedad de entonces  había perdido el temor al castigo Divino.  El burlador es una obra didáctica que busca establecer más que justicia, escarmiento por el comportamiento que representa el personaje de don Juan, como perspectiva de la época. Esto se evidencia en la manera en que Tirso plantea el fin del personaje. La estatua de don Gonzalo le ofrece la mano a don Juan de la misma manera (sinecdóquica) en que las mujeres lo habían hecho.  En el caso de las mujeres, el pacto (ofrecimiento del sacramento del matrimonio) se invalida en el momento en que éstas descubren que han sido engañadas.  En contraste, el ofrecimiento de la mano de don Gonzalo no se invalida porque la estatua no le da tiempo a don Juan para descubrir que ha sido víctima de un engaño.  Como resultado, don Juan muere sin tiempo para arrepentirse y sin haber contratado el último sacramento.  Al final, el sintagma “¡Qué largo me lo fiais!,” que en vida había definido a don Juan,  es lo que lo condena en el momento de su muerte.  ¡Esta es su mayor ironía!
 

Notas

  1  Para Vico el estudio filológico de todo texto determina el nivel o etapa político-social de la sociedad de la cual el texto forma parte.   En su Nueva Ciencia, éste divide los niveles de desarrollo del consciente humano en el transcurso de primitivismo a civilización en tres etapas distintivas:  la de los dioses (cuando el hombre  primitivo por instinto de temor crea la existencia de un Ser supremo para explicar todo lo que es inexplicable de aquella naturaleza de la cual forma parte), la de los héroes (etapa poética donde se exaltan las hazañas de los héroes, tales como en la Ilíada y la Odisea) y la de las leyes (creación de instituciones por el hombre ya civilizado).
  2   En A Grammar of Motives, Kenneth Burke describe las diferentes funciones que ejercen los cuatro tropos principales dentro del discurso narrativo hacia un motivo intencional.  White adapta los conceptos de Kenneth y el existencialismo de Kant (el sujeto transcendental) en su modelo tropológico.
  3  En este artículo Catherine Connor hace un estudio sobre El burlador de Tirso desde un punto de vista antropológico/histórico.  Connors ve en el anacronismo una desviación intencional por parte del autor para 1) establecer el contexto social de la trama y  2) como representación “teatral” del mundo real dentro del mundo imaginario.
  4  Misericordia:  templo que el rey don Manuel mandó construir, terminado bajo el reinado de Juan III en 1534, como se explica en la tercera edicion de la Editorial Playor, 1988, de El burlador de Sevilla.
  5  Digo “casi siempre” y no “en general” porque existen comedias en donde las mujeres juegan un papel algo más que secundario.
  6  Convención del Teatro Clasico Griego, Deus ex Machina, en donde los dioses interceden al final de la obra para ejercer justicia y resolver conflictos humanos.   En la Comedia se sustituye la figura de dios por la de rey.

Obras Citadas

Ankersmit, F. R.  Introduction. History and Tropology:  The Rise and Fall of Metaphor.  Berkeley: U of California P.
          1994. 1-32.
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Antonio Palomo-Lamarca

La metáfora brujeril en el Quijote

I. Esteticismo literario en el Quijote
            El propósito de este artículo no es mostrar la obra del Quijote como estudio pormenorizado, sino más bien establecer un contacto directo con el personaje de don Quijote como metáfora hacia un “algo” oculto que su escritor quiere comunicarnos.  Este lado oculto de su personaje puede ser entendido si comenzáramos a analizar la relación que existe en toda obra entre el cuerpo y el alma de don Quijote, y como ambos interactúan con el mundo circundante.  La interconexión entre el cuerpo y el alma ha sido motivo de discurso desde los más remotos tiempos de nuestra civilización.  La Filosofía se ha encargado de ello desde los más diversos ángulos y escuelas.  Dependiendo de la forma de aproximación al problema, se le ha dado un énfasis bien al cuerpo, bien al alma.  Así, pues, han nacido corrientes materialistas que han enfatizado la función del cuerpo sobre el espíritu, u otras que han hecho precisamente lo opuesto.   La ciencia anatómica sufrió una reforma total con la obra de Andreas Vesalio De Humanis Corporis Fabrica (1543) y la fisiología y teología de Miguel Servet .  La Anatomía tan ligada a la Cirugía estaba empezando a ser considerada en Alcalá como un arte médico y no como una labor de barberos -en esto es preciso recordar en la historia del yelmo de Mambrino como el barbero aparece como cirujano-sangrador.  Este hecho se debía a que las disecciones eran mejor consideradas en la península ibérica que en otros países de Europa, existía una mayor libertad a la hora de diseccionar cadáveres humanos.
            La cuestión aquí radica no en ver cómo el cuerpo y el alma han protagonizado la historia de la Filosofía, sino muy por el contrario, cómo la preocupación por el cuerpo y el alma invadió igualmente la literatura.  Para ello, vamos a recoger la más tierna tradición que se encuentra en el Barroco español, y que en muchas referencias ha sido incluso puesta de relieve por el mismísimo don Quijote.  Esta tradición que capta la literatura, nos viene dada desde la antigüedad en forma de literatura épica o incluso novelesca.  Esa tradición está centrada en la preocupación por lo espiritual y lo anímico, y su repercusión y función en el cuerpo humano.  Es concretamente en el Medioevo cuando tal tradición se fortalece a través de la mística y la magia populares.  La tradición literaria recoge esa preocupación por el cuerpo y el alma, en esa manera que tiene el hombre de relacionarse con la sociedad y de resolver sus más hondas preocupaciones existenciales--preocupaciones que sin lugar a dudas afectan a su estado anímico.  Cuerpo y alma son cantar principal del hombre medieval, independientemente si lo hace desde un ángulo literario o filosófico.  Sin embargo, el arte plástico también absorbe tal sobrecogimiento por el cuerpo y el alma tal y como puede apreciarse en toda la pintura que se exhibe desde la Edad Media hasta el Barroco.  Podríamos incluso aventurarnos a decir que la Edad Media es representante de la espiritualidad y utopía del alma,  mientras que el Barroco padece de los tientos quejumbrosos de la materialidad del cuerpo.
            Velázquez, gloria y orgullo de la empresa nacional de la pintura española del Barroco, recoge la preocupación por ambas secciones tan humanas: el cuerpo como materialidad mundana, el alma como expectación divina e incorruptible.  La pintura de Velázquez es una pintura que nos habla de esa dualidad y conflicto existentes entre cuerpo y alma, entre lo material y corruptible, lo divino y lo eterno.  Sin embargo, en Velázquez lo divino se torna material por medio de la acción de su pincel.  Principalmente, esto es lo que diferencia la literatura, pintura y escultura de la Filosofía como arte de pensar en contraposición a los primeros que son más bien un arte de mostrar aquello que permanece oculto a los sentidos.  Los filósofos hablan y describen la metafísica de los cielos, los atributos de Dios, pero en ningún momento pueden mostrar aquello de lo que hablan.  La Literatura por el contrario, puede y de hecho, muestra la metafísica y la utopía de nuestros sueños y devaneos.  Uno de los filósofos que supo ver esta ventaja extraordinaria que poseía la literatura por encima del mero pensar filosófico fue Platón, quien en su forma dialogada de presentar cuestiones de importantísima relevancia a la filosofía trastoca lo que podría ser aburrido y tedioso en algo ameno e incluso novelesco.  Por ello, no sería adverso decir que Platón es el primer filósofo con artes de novelista, y que su obra es la primera obra filosófica que posee los cortes más literarios que  cualquier obra moderna pudiere depararnos.
            Ya en el Barroco, cuando toda Europa convulsiona en guerras y revoluciones científicas, en España Cervantes absorbe elocuente e inteligentemente esta forma de literatura platonizada.  La influencia de Platón es constante en la obra cervantina, de forma especial en los temas relacionados con el amor en La Galatea.  Este proceso de adaptación, en el cual se intenta extraer de la vida común sus elementos internos existenciales y mostrarlos a un espectador, se hace realidad  con el nacimiento de la novela moderna, sobre todo con el impacto de don Quijote como obra artística.  Con ello, se nos presenta una ineludible oportunidad si analizáramos el papel que tiene don Quijote como portador de ideas estético-morales concernientes a la época en que le toca vivir y actuar.  Esencialmente, la labor de don Quijote como renovador de la Caballería andante, y al mismo tiempo como pensador utópico nos trae perfectamente a colación el tema de lo corpóreo como algo mediato, caduco y material.  Don Quijote es un filósofo montado a caballo.  Sin más, don Quijote es precisamente la antítesis de la estética proporcionada y diletante, un caballero que se nos presenta viejo, mal aliñado, enclenque, falto de dientes tras un encuentro con unos cabreros, sostenedor de media oreja menos tras el encuentro con un vizcaíno; todo esto y además totalmente desprovisto de una sola hebra de salud mental.  Alucinado y falto de tacto en las más diversificadas situaciones, hambriento de pan y de aventuras, portador de una estética anticuada y pasada de moda, un atuendo ridículo y desfasado.  Don Quijote es el antihéroe perfecto, siempre y cuando miremos el lado estético que representa, es decir, siempre y cuando estemos atentos a su cuerpo, a la perspectiva material que nos aduce.  Labor que Cervantes prefirió para de este modo acentuar la otra cara de ese antihéroe que habría de ser emblema universal, y que en cierto sentido fue una creación llamada a dejar en entredicho los valores españoles hacia la Caballería.
            En esta línea se podría hablar de los valores anti-nacionales que poseía Cervantes a la hora de diseñar el Quijote, a la hora de vestir y de estetizar esa creación literario-mística que le brindó la diosa Fortuna.  Cervantes pone en entredicho los valores no ya nacionales de su época, sino la estética religiosa que a ellos iba implícita.  En España el Quijote era publicado en 1605 y es visto como emblema nacional, sin embargo, en Inglaterra se publica la primera traducción en 1612 siendo acogida precisamente en dirección opuesta, o sea, como contra-nacionalista, anti-español en su mueca por lo ridículo y la locura, un modo en el cual Cervantes le decía al mundo cómo los españoles trataban a sus héroes.  La interpretación nacionalista de Cervantes se ha centrado muy en específico en esa estética corporal, en esa funcionalidad que posee el caballero de La Mancha como loco idealista en busca de unas aventuras que ni existen, ni existieron jamás.  Cabalmente no se ha precisado de modo suficiente cómo y porqué una persona de linaje hidalgo, un buen día decide dejarlo todo e ir a buscar aventuras bajo el cielo raso y cruel de la España barroca.

II. Chamanismo Quijotesco
            El cuerpo y el alma son la metáfora literaria que nos hablan del personaje como ser vivo.  Pero, el personaje más que presentado como ficticio es presentado como desdoblación de su autor.  Mirando atentamente al personaje, hemos de percatarnos de la supina importancia que posee el hecho místico de que un tal señor Alonso Quijana pase a ser don Quijote.  En ese cambio—más bien metamorfosis—el vulgar lugareño se transforma en un intrépido y universal caballero cuya misión es resucitar a los de la Mesa Redonda del Rey Arturo.  Ergo, Alonso Quijana es el cuerpo y materia de lo que ha de ser, es una potencia de lo que va a ser acto.  El hidalgo de La Mancha, lector voraz de libros de Caballerías es el cuerpo y materia de ese otro héroe y caballero que ha de venir a devolvernos la quietud y virginidad de aquella tan soñada Edad de Oro.  Muy por el contrario, si dejamos el cuerpo de don Quijote—que es caduco, feo y desarreglado—tomando por ende sus cualidades morales y por ello su alma, nos encontramos que algo bien distinto nos ofrece el panorama.
            Pero mi enfoque es que el cuerpo de don Quijote no existe, es más, me apresuro a decir que el cuerpo de don Quijote jamás existió.  Si hemos de hablar de un cuerpo, de una materia animada por unos nervios caballerescos, entonces hemos de dirigir nuestros esfuerzos a desglosar el pensamiento y acción de Alonso Quijana.  El mismo desprecio que tiene don Quijote hacia su propio cuerpo nos puede ayudar a comprender lo que estamos exponiendo.  Don Quijote habla constantemente de su misión como caballero andante, como restaurador de lo que en su día fue la noble tarea de guerrear por la verdad y por la justicia, tarea que en todo momento él mismo trasfiere al plano de lo anímico, al plano del espíritu; pues es el espíritu el que verdaderamente combate gigantes en las aventuras del caballero de La Mancha.  El espíritu de Alonso Quijana—hecho carne y transformado en don Quijote—es el que lucha de forma constante contra esos malandrines y hechiceros negros que desean la perdición del mundo.  Si el hidalgo había de combatir, que mejor sino abandonar su casa, su lugar natal, sus libros e incluso su cuerpo.  Si el hidalgo de La Mancha había de demostrar al mundo su brazo fuerte y su ánimo valeroso que mejor que tomar las armas de la verdad, las armas de la justicia, esas armas humanísticas que pudiesen devolver a la gente lo que la mala fortuna se llevó.  Si todo este proceso habría de tener lugar, Alonso Quijana tenía que morir, tenía que abandonarse a sí mismo, debía someter su cuerpo y la mente de ese cuerpo a una transmutación total e inmediata que validara la entrada a ese otro mundo desde el cual actúa y mata a los impíos.  El precio a pagar era la alienación, la soledad, la injusticia, el dolor y la tortura del combate cuerpo a cuerpo, la desdicha de vivir en una época equivocada y con unos hombres y mujeres sin entendimiento.  Alonso Quijana fue consciente de este tremendísimo hecho y lo afrontó, prefirió su muerte corporal y soportar la vergüenza de actuar solo, de vencerse a sí mismo con las armas de la moralidad y la humanidad para resucitar en espíritu.  Francisco de Quevedo dijo que es mejor vida morir que vivir muerto, y en esto llevaba toda la razón; Alonso Quijana no aceptó el seguir viviendo por nada, el seguir sentado leyendo para sólo conversar con el cura y el barbero sobre asuntos vanos y faltos de acción.  Alonso Quijana quiso aceptar su propio destino y actuar, pues la Caballería es asunto de hombres de acción y por ello murió para no seguir viviendo muerto, sino para morir y nacer de nuevo con nueva identidad, una nueva mente y unos nuevos propósitos; para hacer valer las leyes de la Caballería andante y para demostrar al mundo que aunque enclenque de cuerpo, poseía en espíritu la entereza y la valentía más fuertes que nadie pudiere creer.
            La clave nos viene dada por el cambio de nombre, por esa transmutación nominal que termina de moldear la personalidad de este personaje.  Este cambio de nombre supone una renovación radical “de quien antes se era”1.  Podemos entender este cambio desde un punto de vista antropológico.  La Antropología ha suscitado un agradable interés en la medicina y salud de otros pueblos y civilizaciones distintas a la nuestra.  La medicina pasó a ser llamada chamanismo en esos otros pueblos que se denominaron “primitivos,” viéndose extraordinariamente conectada con el sistema religioso.  El chamanismo es pues el sistema de creencias religiosas y médicas de tales pueblos.  Uno de los aspectos más interesantes del chamanismo ha sido el ritual médico y de iniciación que los chamanes han transmitido a nuestra cultura.  Muchas de nuestras creencias populares, de nuestros refranes o incluso gran porción de nuestro modo de pensar procede de los albores chamánicos de nuestra civilización.  Dentro de los ritos de iniciación el más común y conocido es precisamente aquel en el cual el futuro chamán cambia de nombre y de personalidad, tal acción se denomina resurrección.  Son muchas las semejanzas que se ha propuesto con tal rito chamánico y los albores del Cristianismo.  Sin embargo, lo que más nos interesa aquí es el valor que tal mutación tiene en el alma del hombre – donde el cuerpo es solamente un vehículo de la primera.  El futuro chamán cambia de nombre y de mentalidad pero no de cuerpo.  Uno de los compromisos más fuertes que poseerá el chamán es curar a aquellos que necesiten de su medicina, y para ello tuvo que morir primero para luego resucitar.  Una vez resucitado, el chamán cambia de nombre y de hábitos; su filosofía de la vida es completamente distinta y su forma de contemplar el mundo, sus acontecimientos y las cosas, no es en absoluto la misma que el resto de los mortales experimentan.   El sistema perceptivo del chamán cambia completamente, él/ella está capacitado para ver aquello que está oculto a los ojos de los demás: no sólo puede ver espíritus y hablar con ellos, sino que además tiene el poder de controlarlos.  En este sentido, la acción de cambiar de nombre va implícito al hecho de querer reformarse uno mismo, de querer ser algo mejor.  Una vez comprendido esto, no nos debe de parecer tan “quijotesco” el hecho de cambiar de nombre y hacerse a la aventura.

III. Don Quijote: ¿brujo o caballero?
            Después de todo ese cambio, don Quijote deja de sentir y ver el mundo como el resto de los seres humanos lo experimentan, lo que el resto ve como molinos para él son gigantes, las ventas no son posadas para gente de paso sino castillos para nobles caballeros.    El elemento chamánico se ve en toda la obra de Quijote como algo implícito y esencial a ella.  No sería sorprendente esto si atendemos al hecho de que la brujería o hechicería era un motivo claro y aceptado de la vida cotidiana del Barroco.  La España del siglo XVII, tal y como ya ha mostrado eminentemente Caro Baroja en sus innumerables estudios, es una sociedad repleta de obscuridades míticas y supersticiosas: la brujería no era menos.  Este formato mágico y brujeril es constante no solamente en el Quijote, sino en toda la obra cervantina.  Lo mágico era algo aceptado, admirado y estudiado en aquellos días, y creer en ello no tenía porqué ser motivo de burla por parte de alguien.  La brujería aislada de ese aroma exotérico que se le había provisto, era claramente el resto inmutable del pasado pagano del Hombre, de su relación con la Madre Naturaleza. La brujería como ente esotérico, ofrecía muy por el contrario un panorama bien distinto.  Consecuentemente, la brujería puede ser considerada como chamanismo ya que todo el trasfondo cultural, emocional y ritual de ella es perfectamente equiparable a aquél.  En definitiva, el brujo es la misma figura que el chamán, la diferencia está en esto: el chamán posee un pueblo al cual está adherido cultural y emocionalmente, una mitología a la cual está comprometido y un sistema de creencias religiosas que caracterizan su proceder dentro de la medicina tradicional de su pueblo; el brujo, por el contrario, es un chamán que ha perdido su pueblo, sus creencias religiosas y que emocionalmente sólo está comprometido consigo mismo y con su arte.  El brujo aparece pues como un ser independiente de la sociedad y del credo que la caracteriza, es más debido a esto, se le ve como enemigo público, y su arte que supuestamente es un arte de curar, pasa a ser un arte de enfermar, es decir, el brujo pasa a ser popularmente considerado como un artífice del mal y un “enviador” de enfermedades y desgracias.  De don Quijote podría decirse exactamente lo mismo, pues aparece en la sociedad del mismo modo en que lo habían hecho los brujos: como restos de una edad pasada y con ánimo de mantener y/o recuperar algo que se había perdido.  Se le ve como un ser ennegrecido en su alma, feo y perverso en su cuerpo y avituallado con las armas del mal.  Se reúne en perversos sabbats o reuniones de brujería, donde se dedica a entablar relaciones con el jefe de la maldad—el Diablo—y a partir de ello engrandece su sabiduría con el único propósito de fastidiar la vida de los componentes de la sociedad.  Para poner fin a ello, la Inquisición se había envestido el poder de acabar con ellos por medio de la tortura, el encarcelamiento y la quema pública de sus cuerpos.  Una vez que el chamán fue desmembrado de su tribu, de su sistema tribal de creencias y fue puesto en medio de una sociedad, pasó a ser un brujo por la sencilla razón de que no quiso aceptar las normas sociales que brindaban un obnubilado futuro.  El brujo prefirió seguir conservando su saber tradicional, su relación con los dioses y espíritus los cuales habían pasado a ser de meros espíritus a servidores del espíritu del Mal o Satán.  Por ende, el brujo era ahora un servidor del Diablo, una peste social y un desafiante de los poderes de la Iglesia; en conclusión un enemigo de Dios.  En este ambiente confuso y vulgar es donde aparece don Quijote, un defensor de la verdad y del espíritu, un demoledor de cuerpos y materias y un soñador de mundos brujeriles.  Los elementos brujos son obvios en don Quijote, no ya en su modo de actuar y pensar, sino en su modo de ver la vida.  La vida para don Quijote es el producto de la acción de encantadores, de demonios malignos que nos acechan inminentemente.
 

Nota

             1  José Antonio Maravall: El Humanismo de las armas en Don Quijote. Madrid:  Instituto de Estudios Políticos, 1948.  160.


Jerrica Rau

La metáfora en la obra de Bécquer

            Aclamado por algunos como el “epígono” del Romanticismo español (Díaz 319) y por otros como “un gran poeta, pero no romántico” (de la Peña 68), Gustavo Adolfo Bécquer ha creado un remolino de desacuerdos entre los críticos literarios. Díaz ha observado que “uno de los problemas más interesantes que ofrece el estudio de la literatura española del siglo XIX es la aparición de esta lírica de Bécquer” (131), cuyo estilo sencillo e íntimo la separa de la de sus predecesores románticos, pero, en el tema, sus obras ilustran bien la visión de éstos. Este mismo crítico ha distinguido entre la poesía y la prosa de Bécquer, diciendo que aquélla rechaza la estridencia, el efecto grueso, la grandilocuencia y la fraseología e ideología ampulosa del Romanticismo de Espronceda y el duque de Rivas por el verso sencillo y desnudo. En cambio, sus leyendas ejemplifican los temas y motivos del Romanticismo (Díaz 320).
            A la luz de esta controversia, el propósito de este ensayo es demostrar que por el uso de metáforas en las Rimas y las Leyendas, Bécquer cabe en la época romántica. Después de un brevísimo resumen de algunas de las leyendas y una definición de la unidad de análisis (la metáfora), analizaremos el uso general de este tropo en la obra del poeta. Luego, veremos cómo las descripciones que Bécquer lleva a cabo a través de la metáfora reflejan las tendencias románticas y sus ideales. Centraremos nuestra análisis en tres de las Leyendas: “El caudillo de las manos rojas,” “La rosa de la pasión,” “El beso” y las rimas II, V, XI, XII, XV, XLI, y LXXXVII.

Resumen de las Leyendas
             “El caudillo de las manos rojas” fue la primera leyenda que Bécquer publicó, apareciendo en 1853. Se sitúa en la India y trata de Pulo-Dheli, rey de Orisa. Al principio del cuento, Pulo mata a su hermano que dormía con su prometida y sus manos le quedan rojas con la sangre de éste. La mancha es el sello de la infamia de Schwin, el dios de la muerte. Pulo le pide consejo a Vinechú, el hermano de Schwin y dios de la vida y la conservación, quien le propone varias pruebas que el joven no logra pasar. Desesperado por no poder cumplir y limpiarse, Pulo se mata ante el altar de Schwin.
            “La rosa de la pasión” es el relato de la historia de Sara, una muchacha hebrea cuyo padre Daniel odia a los cristianos, de forma que, cuando se entera de que su preciosa hija es amada por un cristiano, decide construir una cruz en la que piensa sacrificar y torturar al amante. Al descubrir sus planes, Sara les declara que ella también es cristiana y que ama de verdad a un cristiano. Daniel la rechaza como hija y se la entrega a la multitud para que la torture. El narrador no nos explica qué ocurre esa noche, pero sabemos que Sara vive para contarle su historia.
            “El beso” es una leyenda que se sitúa durante la ocupación de Toledo por el ejército francés a principios del siglo diecinueve. Un joven capitán y su retén de cien soldados se alojan en una iglesia de un convento. Durante la noche, el capitán cree ver una mujer arrodillada junto al altar y queda prendado de su hermosura. Al describírsela a sus compañeros al día siguiente, ellos insisten en verla. Se reúnen por la noche para tomar, y embriagado del vino, el capitán les presenta la mujer, que es una estatua y que les aparece casi viviente. Luego se acerca para besarla, pero de repente cae muerto.

Definición de la metáfora
            La metáfora “consiste en substituir el nombre de una cosa por el de otra semejante en algún aspecto,” (“Imágenes y tropos” 2).  Sugiere una semejanza entre lo que se compara (el plano real) y aquello con que se compara (el plano evocado). Es un reflejo de la visión del autor (“Imágenes y tropos” 1). Se pueden dividir las metáforas en tres clases designadas por el tipo de enlace que exista entre los dos planos. La primera clase se basa en la semejanza sensorial de los dos planos, la segunda en la semejanza de una realidad psicológica con algo material y la tercera en la impresión que las cosas producen (“Imágenes y tropos” 2).

La metáfora en la obra de Bécquer
            Como bien ha observado Shaw, Bécquer tiene una preferencia por el símil en vez de la metáfora (101), la cual es contada, especialmente en su prosa. Por eso, las que sí aparecen merecen nuestra atención.
            Casi todas las metáforas empleadas por Bécquer describen a los actantes o algún rasgo de ellos (los ojos, los labios, la mejilla, la frente). En el caso de las Leyendas que analizamos, los protagonistas son un hombre y su amada (es decir, un ser real como en “El caudillo de las manos rojas” y “La rosa de la pasión,” o imaginado / inexistente como en “El beso”). En “La rosa de la  pasión,” Bécquer llama a Daniel un “tronco” y a su hija un “vástago,” “báculo” y “tesoro.” Los soldados en “El beso” son descritos como “dragones” y la estatua de la que el capitán está enamorado un “ángel.”  En “El caudillo de las manos rojas,” Bécquer emplea una serie de metáforas para describir tanto a Pulo como a Siannah.
            Las Rimas XII, XV y XLI son un discurso del hombre y su querida, y en la Rima XI, la mujer es la voz lírica que habla a su amante. En todas éstas, hay una serie de metáforas que les describen. Por ejemplo, la Rima XLI llama a la mujer un “huracán” y  “océano” mientras llama al amante una “torre” y “enhiesta roca.” Del mismo modo, la Rima LXXXVII  trata del amor y describe este concepto abstracto con una serie de metáforas. En Rima II el yo lírico se llama a sí mismo “saeta,” “hoja,” “ola” y “luz.”  La Rima V trata de la poesía en sí y las metáforas que encontramos allí describen el ser de lo poético.
             Bécquer emplea cada clase de metáfora en su obra aunque usa la primera y la tercera con más frecuencia. Su uso fundamental es para describir a los protagonistas. La segunda clase de metáfora reemplaza una realidad psicológica con algo material. Como los actantes son realidades materiales, las metáforas que los substituyen no caben en esta clase. Sin embargo, hay unas manifestaciones de esta clase. Por ejemplo, en “El caudillo de las manos rojas,” Bécquer dice que el espacio de la mente (una realidad psicológica) es un “océano” (una realidad material).  En cambio, abundan las metáforas de la primera y tercera clase. Otra vez, en “El caudillo de las manos rojas,” Bécquer llama los labios de Siannah una “playa de rubíes.” En la Rima XII, el yo lírico habla de la mejilla de su amante como “temprana rosa,” su boca como “granada” y su frente como la “nevada cumbre.” Todos éstos son ejemplos de metáforas de la primera clase. Unos ejemplos de metáforas que tienen su base en la semejanza de la impresión que se da, son el uso de la metáfora “dragones” para describir a los soldados del ejército francés (tanto los soldados como los dragones producen miedo) y las metáforas empleadas en la Rima LXXXVII para describir el amor (“el rayo,” “la dulce brisa” y “la fresca sonrisa,” penetran su cuerpo desde afuera y se alegran tal como el amor).

Tendencia romántica
            La mujer ideal es central en la concepción becqueriana del mundo (García – Viñó 189).  Bécquer nos da una descripción de la mujer ideal en las Rimas XII y XIII. Su mejilla es una “temprana rosa,” su boca una “purpúrea granada,” su frente una “nevada cumbre” y sus ojos son azules. Mas para Bécquer, la mujer que corresponde a su idealización es inexistente. García –Viñó ha notado que “incluso ante mujeres de carne y hueso, ya hemos visto que sus preferencias van para aquellas más misteriosas e inaccesibles, apenas entrevistas, y cuyo ser le han dibujado en parte los sentidos, en parte la imaginación” (183).  Su amor por lo inalcanzable se ilustra bien en la Rima XI. Tres mujeres se le ofrecen al yo lírico; las primeras dos son corpóreas y materiales (García – Viñó 183), mientras la tercera se presenta como algo inabordable e imaginario. La tercera se describe así: “Yo soy un sueño, un imposible / vano fantasma de niebla y luz / soy incorpórea, soy intangible: / no puedo amarte” (11-14). A ésta, el yo lírico le responde: “¡Oh ven; ven tú!” (15). El uso de las metáforas “sueño” y “fantasma” para describir a la mujer de quien el yo lírico está enamorado, añade claridad a nuestro conocimiento de la filosofía de Bécquer en cuanto a la mujer. Estas metáforas son de la tercera clase, es decir, están “basadas en la impresión que las cosas nos producen” (“Imágenes y tropos” 2). Los sueños son un desahogo para la imaginación y nos producen deseos e imágenes que no podemos obtener. Estos, como los fantasmas, se desvanecen cuando se despierta. Podemos inferir, por tanto, que la mujer ideal no es nada más que una visión que no se puede conseguir.
            Esta celebración de la mujer ideal y el reconocimiento de que ésta no existe, es una idea clave del Romanticismo. Los románticos rechazaron la realidad y por eso encontraron refugio en el sueño o el mundo de la imaginación (Berroa 13/2/01). La mujer ideal no podría ser real; si fuera, la rechazaría.
            Las metáforas que describen a las mujeres en todas las obras de Bécquer reflejan la perfección e inexistencia de ellas. En “El caudillo de las manos rojas,” el narrador llama a Siannah “sonrisa celeste,” “primera aurora de los orbes,” “la perla de Ormuz” y “la violeta de Orisa.” Estas descripciones implican una belleza casi divina en Siannah. Aunque Pulo-Dheli tiene esta mujer “perfecta” como esposa, nunca puede disfrutar de su matrimonio con ella. Para lograr su arrepentimiento, los dos tienen que abstener de “conocerse” durante su viaje a los manantiales del Tíbet y luego, cuando Vinechú le da la segunda oportunidad de limpiarse, Siannah se desvanece y Pulo no la ve jamás hasta que toca a la muerte. En “El beso,” la estatua de la que se enamora el capitán se describe por el uso de la metáfora “ángel.”  Otra vez, esta metáfora implica una belleza relacionada con la divinidad. Pero los ángeles son incorpóreos y están fuera del alcance de los hombres. Las metáforas en “La rosa de la  pasión” reflejan sólo la idealización de la mujer y no tratan el tema de su inexistencia. El narrador llama a Sara un “vástago” porque éste está lleno de vida y hermosura. También la llama “tesoro,” que es algo que la identifica como preciosa y bella.
            Las Rimas son aún mejor representación de la mujer romántica. Por ejemplo, en la Rima XV, el yo lírico acierta por el uso de metáforas que la mujer es “bruma,” “espuma,” “rumor,” “beso de aura,” “onda de luz,” “sombra” y “visión,” todas cosas incorpóreas, inabarcables, inabordables y sin contorno (Virallonga 20). El hombre persigue a esta mujer sin éxito: “Tu sombra aérea que cuantas veces / voy a tocarte te desvaneces” (7,8) y “yo, que incansable corro y demente / tras una sombra, tras la hija ardiente / de una visión!” (9-11). Las metáforas de la Rima XLI nos dan otro ejemplo. En ésta, la metaforización de la mujer la iguala a un “huracán” y al “océano.” Aunque existente y tocable, el huracán y el océano son inaprensibles y no abarcables (Virallonga 20).
            Como ya hemos observado, Bécquer también emplea la metáfora para describir a los hombres de sus leyendas y rimas. Las cualidades que caracterizan a los hombres románticos ideales tienen su base en la revolución francesa. Con ésta nacen las ideas de libertad e individualismo (“Characteristics of Romanticism”). Por eso, los románticos celebran a los hombres libres y poderosos.
            En cuanto a la metaforización del hombre en la obra de Bécquer, existe una gran diferencia entre las Leyendas y las Rimas. Las Leyendas nos ofrecen una imagen consistente con el ideal romántico. En “El beso,” los soldados son igualados a “dragones,” monstruos altos, arrogantes y temibles. Ejemplifican el hombre poderoso del Romanticismo.  El uso de la metáfora para describir al hombre es más abundante en “El caudillo de las manos rojas.” Pulo es “meteoro de la gloria,” “rayo de las batallas,” “sombra de Dios” e “hijo de los astros luminosos.” La impresión que éstos nos dan es de fuerza, poder, gloria y libertad, es decir, una impresión romántica. Aun la mirada de Pulo es poderosa; el narrador la describe como “el siniestro brillo de la pupila del tigre.”
            Por otro lado, el hombre de las Rimas es más pequeño y sujeto a fuerzas fuera de sí. Por ejemplo, en la Rima II el yo lírico se compara a la “saeta,” “hoja,” “ola” y  “luz.”  La mano del arquero dirige la saeta, el vendaval lleva la hoja, el viento empuja la ola y la luz se extingue con la caída del sol. La imagen producida por estas metáforas resulta muy diferente de la imagen del hombre todopoderoso en las Leyendas.  Otro ejemplo es la Rima XV, en la que el yo lírico se describe a sí mismo como “onda” y “cometa”; estas cosas se caracterizan por su sometimiento a las fuerzas de la naturaleza y por su falta de dirección.
            Además de analizar cómo las imágenes creadas por el uso de las metáforas reflejan las tendencias románticas, debemos examinar cómo la elección del plano evocado también las demuestra. Una tendencia clave del Romanticismo es el amor por lo fantástico y lo dramático. Este tema se revela por la aparición frecuente de referencias a la muerte, la noche, los monstruos y las criaturas anormales (“Characteristics of Romanticism”). Al analizar el plano evocado de las metáforas en la obra de Bécquer, se fija que éste da muchas veces una representación fantástica a lo que describe. Por ejemplo, podemos ver esta tendencia si echamos de nuevo un vistazo a las metáforas que describen a los protagonistas. Estos textos se refieren a la mujer como “sueño,” “fantasma” (Rima XI), “sombra,” “visión” (Rima XV) y “ángel” (“El beso”). Igualmente emplea muchas metáforas fantásticas / dramáticas para representar al hombre de su obra. Lo llama “dragón” (“El beso”),  “meteoro,” “sombra de Dios” e “hijo de los astros luminosos” (“El caudillo de las manos rojas”) y, como ya dijimos antes, llama a la luz de los ojos de Pulo “el siniestro brillo de la pupila del tigre” (“El caudillo de las manos rojas”). La tendencia también se presenta en la descripción de “El caudillo de las manos rojas” de la vida de Pulo cuando Siannah se desvanece como “llanto” y “noche.”
            Otro tema romántico es el individualismo que ya mencionamos. Asociada con éste está la reacción en contra de la industrialización y el interés en la naturaleza y la divinidad (“Characteristics of Romanticism”). Otra vez, las metáforas de Bécquer se manifiestan nacidas del movimiento romántico en que representan la tendencia naturalista y divina. La Rima LXXXVII da una imagen naturalista del amor. El amor es “rayo,” “brisa,” “flor” y “rama.” Otra rima (V) da imagen a la poesía con el uso de metáforas naturalistas: “luna,” “luz,” “astro,” “nieve,” “onda,” “espuma” y “yedra.” De modo parecido, Bécquer sustituye los elementos naturales para metaforizar a los protagonistas. En “La rosa de la  pasión,” los judíos son un “enjambre,” Daniel un “tronco” y Sara un “vástago” y “báculo.” Aunque ya mencionamos la referencia a los soldados franceses como “dragones” en “El beso,” como parte de la tendencia fantástica, esta metáfora también cabe en la categoría naturalista, pues los dragones son animales. También en “El beso,” el narrador describe la ruidosa carcajada de los soldados al oír la confesión de amor por la estatua del joven capitán como un “relámpago.” Las metáforas ya mencionadas que describen a Pulo y a Siannah en “El caudillo de las manos rojas” (“meteoro,” “sombra de Dios” e “hijo de los astros luminosos” por Pulo, y “sonrisa celeste” por Siannah) no sólo reflejan el amor por lo fantástico, sino además por la naturaleza y la divinidad. Bécquer también metaforiza a Siannah como “perla” y “violeta” y sus labios como “playa de rubíes.” La última metáfora de “El caudillo de las manos rojas” que representa esta categoría es la referencia al espacio (i.e. mundo) de la mente como “océano.” Las otras rimas ya mencionadas también son consistentes con la tendencia naturalista. El yo lírico de la Rima II es “hoja,” “ola” y “luz”; el de la Rima XLI es “roca”; y el de la Rima XV es “onda,” “cometa” y “lamento del viento.” Igualmente llama a la mujer “huracán,” “océano” (Rima XLI), “bruma,” “espuma” y  “beso de aura,” “onda de luz” (Rima XV). El yo lírico de la Rima XII describe la mejilla de la mujer como “rosa,” su boca como “granada” y su frente como “nevada cumbre.”
            En conclusión, al analizar las metáforas en la obra de Bécquer, se puede concluir que él cabe en el movimiento literario del Romanticismo aunque en el momento íntimo y lírico de éste. Se apartan de la visión del hombre poderoso y libre en las Rimas, pero no obstante, sus otras metáforas reflejan el punto de vista de los románticos. Sus descripciones de la mujer y el hombre ideal, que lleva a cabo a través de las metáforas, así como las categorías de los elementos evocados que usa, muestran al lector que el querido poeta español de mediados del siglo XIX es de hecho un romántico, quizá el más romántico de todos.
 

Obras Citadas

Bécquer, Gustavo Adolfo. Clásicos Castellanos: Bécquer Rimas. Segunda edición. Edición, introducción y notas de
       José Pedro Díaz. Madrid: Espasa – Calpe, 1968.
---. “El beso”. Gustavo Adolfo Bécquer en la bitblioteca.  El 16 de abril de 2001.<www.analitica.com/bitblioteca/
       becquer/leyendas.asp>.
---.  “El caudillo de las manos rojas”.  Gustavo Adolfo Bécquer en la biblioteca. El 3 de marzo de  2001.
       <www.analitica.com/bitblioteca/becquer/leyendas.asp>.
---. “La rosa de la pasión”. Gustavo Adolfo Bécquer en la bitblioteca. El 2 de marzo de 2001. <www.
       analitica.com/bitblioteca/becquer/leyendas.asp>.

Berroa, Rei. “El Romanticismo.” George Mason University. El 13 de febrero de 2001.

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De la Peña, Pedro J.  “El Bécquer no romántico.” Cuadernos hispanoamericanos 402 (1983): 51 – 68.

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