Hispanich Culture Review

Fall 2001-Spring 2002, Volume VIII, Number 1-2

NARRATIVE / NARRATIVA

Juan Luis Calbarro

La última oportunidad

            Por fin me acordaba. Después de haber estado cavilando durante todo el día sin ningún resultado, justo en aquel momento, me acordaba. Sin querer pensar en ello, como suele suceder. Mireia lo notó enseguida.
            -¿Qué te pasa?- preguntó, fastidiada.
            -Nada.
            -¿Por qué se afloja ahora?- insistió, y chascó la lengua con decepción.
            -Es que me acabo de acordar del nombre del tipo del portal. ¿Te acuerdas?, me crucé con él y hasta ahora no he podido recordar cómo se llamaba...
            Mireia me empujó con alguna brusquedad, se sentó de un salto sobre el borde de la cama, respiró hondo como para evitar precipitarse e, intentando sin éxito no mostrar ira, sino incredulidad, preguntó:
            -¿Piensas en el tipo del portal mientras follamos? Mira, esto ya es el colmo. De verdad, nunca ha sido maravilloso, pero ahora mismo creo que no tiene remedio.
            -Lo siento, es que estaba obsesionado...
            Ya no me hacía caso: se estaba vistiendo. Llevábamos casi medio año saliendo y la mayor parte de esos seis meses habíamos discutido, nos habíamos reprochado cosas, nos habíamos aburrido bastante y ninguno de los dos entendíamos por qué seguíamos juntos. Mireia estaba a punto de cruzar para siempre la puerta de mi dormitorio. Se demoraba en ponerse los zapatos de pie, apoyada sobre el marco y flexionando hacia atrás las corvas mientras sacudía la cabeza para que la estupenda melena le cayese sobre un solo lado de su cara, en lugar de calzarse sentada en la cama tal y como hubiera hecho cualquier mujer que no estuviera dotada, como ella, de un sentido cinematográfico de la vida. Mireia, que en realidad se llamaba María Genadia, adoptó una actitud a lo Rita Hayworth, me miró fijamente y, ya vestida y con un casi imperceptible punto de compunción, me concedió una última oportunidad:
            -¿No vas a decir nada?
            -Sí- dije con gesto algo solemne.
            -Dime.
            Quizá podría haber solucionado lo nuestro, quizá hubiera podido mentir y decir que iba a cambiar, que la quería y haría lo que hiciera falta para que se quedase. Quizá ella hubiera vuelto a la cama, o quizá se hubiera ido igualmente. Dije:
            -¿No quieres saber quién era el tipo del portal?
            Me llamó cretino, me tiró las llaves a la cara y dio un concienzudo portazo antes de que yo pudiese escuchar, no sin cierto alivio, un gildesco taconeo alejándose por el rellano. Y es que, cuando me conceden una oportunidad, procuro no desaprovecharla; sobre todo si es la última.


José López Campusano

Lo ajeno se deja quieto

            A ella se le advirtió desde el principio, mucho antes de que cayera en el gancho. Pero las mujeres somos así de tontas cuando nos dejamos comer la mente de un hombre que nos gusta. Primero fueron los papelitos anónimos, después las advertencias con cal sobre la tarvia de la carretera: LO AJENO SE DEJA QUIETO. Pero no, a María Maquitos no le valieron consejos ni amenazas. Terca como una mula siguió el camino del derricadero. Porque la que se va a joder no se devuelve ni que le corten las patas para que no las meta. Y ahora que ya es tarde es cuando medio se da cuenta de que en camino largo la agonía no duerme. Ella quería parir de un Galante y ahí lleva más de veinte años arrojando engendros por boca y narices. Lo triste es que cuando el patán ese la empreñó, yo misma tuve que ayudarla a salir del embrollo. En eso aproveché para hacerla beber muchas tisanas de sauce blanco, sin que ella supiera que más que para calmarle el dolor del desgarre eran para apaciguarle el fuego uterino. Porque las tisanas de la cáscara de roble con canela eran las que servían de abortivos. Así le evité que la botaran de su casa, porque el sin hiel ese le negó la barriga y no se quiso hacer cargo de ella. Dizque era muy pronto para que ella saliera embarazada dél. Como si no cupiera dentro de lo posible que un hombre empreñe a una mujer del primer fuacatazo. Y lo peor de todo es que la muy boba le siguió abriendo las piernas. Y después quería ella negármelo. Dizque a mí. Sabiendo ella que la que mete un dedo en mi boca más le vale que prepare el mertiolé y la curita. Como si yo no supiera que al Galantico ese lo que le gusta es cogerse las mujeres a las Cinco de la mañana en los montones de flores bajo las amapolas del río. Ella se piensa que yo no pasé por esa con él. Pero conmigo no. Porque yo si no soy tan fácil que digamos. Es verdad que él me lavó el cerebro para que yo bajara al río a esa hora y me dejara sangulutear toda. Pero hasta ahí no más. A lo más que llegamos fue a brochar, como él decía; dizque una brochadita para que se le enfriara. Y allí me prometía villas y castillas, se arrodillaba, me besaba los pies, me enseñaba el tizón, al rojo vivo, derechito como un huso. Me preguntaba que si no me dolía mandarlo para su casa en tales condiciones. Y hasta soltaba lagrimones que le lustraban el cabezote. Y yo que no podía resistir más el verlo así tan desesperado, acezante, como el perro más chiquito de la jauría embellacada que persigue a la perra en celo. Además, yo no lo puedo negar, a mí me gustaba el macho. Y cada madrugada yo bajaba al río dispuesta a flojárselo sin remilgos, pero no. Algo en el temblor de sus labios me decía que no, que sus promesas no eran sinceras. Y así nos pasamos más de un año brochando día por día, salvo cuando la luna me lo impedía. Si mal no recuerdo, aquellos fueron los días más felices de mi vida. Cada vez él me pedía que no fuera tan pijotera; que me relajara otro poquito, que eso de tener las piernas tan tensas me iba a hacer daño; que le cediera un pelito más de rejuego, para él no torturarse tanto; dizque se le hinchaba de tanto amolar y siempre boto. Y cuando él veía que por ese lado no conseguía más de lo que yo le permitía, trataba de engatuzarme con la idea de que hiciéramos una muchachita. Y que si el fruto de nuestro amor salía como él lo deseaba, una linda hembrita que se pareciera a su abuela, le pondríamos Maruja. Como si la vieja bruja esa tuviera vela en nuestro entierro. Y yo que no, que si salía varón le tocaba a él escoger el nombre; pero si hembra, era a mí a quien le correspondía tal derecho. Y entonces, muy meloso, todavía encima de mí, con el hacho prendío, me preguntaba por el nombre que yo le iba a poner al fruto de nuestra felicidad detrás del charco de las amapolas floridas. Porque para labioso sí tenía precio el muy tunante. Como si olvidaba que yo le había repetido más de trescientas veces que Flor del Alba. Y el nombre de la criaturita medio que le gustaba y no. Entonces empezaba a quejarse de la bota barriga esa de su hermana, la Flor de Lirio, que lo celaba mucho. Que después la niña, con ese nombre, iba a salir tan celosa como la tía. Y yo: Fíjate que tu hermana ni me pasó por la mente para elegirle nombre a mi Flor del Alba. Y ya que le iba a poner Flor qué tal si mejor le ponía Flor de Oro. Y yo: El nombre que te digo me gusta más porque el alba es más bonita que el oro. En un zumbo me contestaba que el oro es más caro. Y yo: Sí, parece más caro, pero no lo es; y si no te convences, pregúntaselo a un ciego; y más a uno que lo es porque perdió la vista. Y entonces se frotaba los ojos y se me apeaba. Yo me componía la falda y para no empapar las bragas me entraba unas florecitas de amapola hasta llegar a mi casa y trancarme en la letrina con un bidón de agua. Más para quitarme el estropeo que me dejaba el salvaje ese que para bañarme. Aunque también disfrutaba la frescura del baño. Porque a mí sí me gusta el agua. Yo no soy como la curtía de la María. En aquellos tiempos me daba mucha rabia que la gente supiera que ese tajalán se revolcaba con ella. Por eso cuando a ella le pasó lo que le pasó, yo me alegré en un principio, para que no fuera tan requete puta; luego cuando se supo que el mal era incurable me cundió la tristeza. A ella se le advirtió desde el principio, mucho antes de que cayera en el gancho. Pero las mujeres somos así de tontas cuando nos dejamos comer la mente de un hombre que nos gusta. Primero fueron los papelitos anónimos, después las advertencias con cal sobre la tarvia de la carretera: LO AJENO SE DEJA QUIETO. Pero no, a María Maquitos no le valieron consejos ni amenazas. Los años pasaron y el muy truhán no se casó con ella ni conmigo. Los viejos Galantes se murieron, y él se quedó desnudando santos con la Flor de Lirio. Lo que ya no me acuerdo es de cuál de nosotras dos fue la idea de echar los huevos de ranas en la tinaja de la cocina del patio de la pobre María Maquitos.


Daniel Alejandro Drubach

The Man with No Arms

            My name is Jorge Corral, but in this region I am known as the wanderer. I was born in a village on the other side of the country. My mother worked as a sugar cane cutter; I never knew my father. As you are aware, I’m not a particularly handsome man. My face and body are covered with scars. You will also notice that I have no arms; I was actually born without them. When I was a child, the government doctor who came to the village once a month told my mother that it was due to some kind of birth defect. But my mother believed a different story. The summer that she was carrying me, and while she was cutting cane, a terrible tiredness overtook her, and she lay down to sleep in the middle of the field. She then had a strange dream. All of the trees and the animals had gathered in a circle, as if for a great congress. They were discussing one of my ancestors, a man legendary for his cruelty and who had killed many animals. I was to be born without arms so as not to become as he had been. My mother told me it was not a punishment; only a prevention, an act of kindness to keep me from damnation.
            My childhood was a painful one. The strong are forever aggressing on the weak and this strange aspect of human cruelty is even more evident in children. Unable to defend myself, I was always picked on by the other children. In a town where superstition is used to quench the ever-present hunger, a physical difference is seen as a personal fault, the punishment for some kind of hidden sin. The cruel thus justified their cruelty.
            My mother, my only friend in the village, died when I was a child, and I grew up as an orphan. At the age of eleven I embarked upon a journey which continues to date and perhaps will continue until the time of my death. When I left my village I owned nothing to take with me; just as well, having  no arms to carry things with, I could have carried no baggage. In fact, my inability to carry became one of the blessings in my life. In my travels I carry nothing, neither belongings, nor anger, worry nor sadness. People with arms believe that they must always carry. They tend to travel too heavily loaded, their passage through life made so much more difficult by their burden. So much of their strength is wasted in this carrying. Sometimes I wish they could be in my place, if only for a few days, so they can realize that it is not necessary to carry so much. Anyway, what is most important one carries inside; and needs no arms to carry it.
            A man without arms does not have hands to feel with. He cannot touch a rock, or a face. A man without hands learns to feel with his heart. And that is what I did in my journey. I slept in the middle of the forest, wherever tiredness overtook me. The wild animals did not harm me. They understood that a man with no arms presented no danger to them.
            I went  from place to place with no set course. Shortly after I set out in my journey, I encountered a group of musicians playing music in the middle of the jungle. They didn’t stop when they saw me, and I sat down to listen. After they finished their piece, a very old man came up to me and asked me to join them. “Without arms,” I said, “I can play no instruments.” The old man smiled sweetly. “Then you will become our singer,” he answered. And that is how I found out that I could sing. We traveled from place to place, playing our music, sometimes in cities and villages, but most of the time in the midst of the jungle. Most frequently we had no audience aside from the rivers, the trees and the animals.
            Once we encountered a woman who had lost all hope. She was crying by a river, and we understood that she had suffered a great loss; perhaps the death of a child. Without saying a word, the leader of our band signaled us to set up our instruments.  We played music for her for an entire day. Not a word was spoken, but when we left, she was in peace. On another occasion we found a sleeping soldier in the jungle. His sleep was troubled, as if he had committed a great crime. We played our music for him very softly. Although he didn’t wake up by the time we left, his sleep became more peaceful.
            We played our music to wounded animals that we encountered in the jungle, trees that were dying as a result of the logger’s ax, river beds that lost their waters because of draught or dams, gusts of wind that were imprisoned forever in caves or children’s balloons, children and adults that were suffering because of a gain or loss. We were never asked to play, and yet nothing or nobody objected. We played and sang  to relieve the pain, and we fulfilled a great need.
            Once, as I was wandering by myself through the jungle, I saw a pillar of smoke in the distance.  As I got closer I saw that it came from a burning church in a village square.  I ran as fast as I could towards it. When I approached the church, it seemed as if the village was deserted. I cried out for help, but nobody answered. I circled the church, and I saw a strange sight. The church door was nailed shut from outside. Then I understood. A war was going on in the country, and I had been told that the soldiers sometimes locked the population in the church and set it on fire. I never believed those stories because I could not envision human cruelty of such magnitude. But then I heard voices from within the church, and I realized that those stories were true.
            I despaired. Without arms I could not pry the door open. I finally ran into the door several times, using my body as a catapult. The wood cut into my skin, but at the time I did not feel the pain, and the door finally gave in. Inside I saw a sight that I will never forget. Women and children were sitting on the pews, praying in loud voices, oblivious of the smoke and fire. They seemed to be in a collective trance. The people in the church had already accepted that they were going to die. I shouted, kicked some of them until they awakened from their state of sleep. I had to almost herd them out of the church. When all of them were out, I went back into the church to make sure nobody else was inside, but a burning beam fell on top of me. I shouted for help, but the villagers were in too much of a shock to help me. With effort I was able to crawl out by myself. And that explains the scars on my face and my body.
            The fire took away my ability to sing. For some time I wandered from town to town. Sometimes, the adults in those towns would call me to discipline disobedient children, or those needing to learn a lesson. These children were told that if they did not behave, I would be sent for to take them away. But the plot almost never succeeded. Most children were not scared by me, despite being a man with no arms and with a body full of scars. Most children in fact just smiled at me.
            Loneliness has turned out to be the most loyal of companions. It walks with me  during the day and curls up next to me at night. One wouldn’t think so, but I search for it on the few occasions that it leaves my side. What is that that you are asking me? If I am a happy man? That is an interesting question. I believe that grains of happiness are contained in moments all around us. They can be found in a piece of bread, a raindrop running down a leaf, a woman’s smile, a change in the direction of the wind, an act of kindness performed by a merciful God. Those grains of happiness must be captured when first seen and used immediately, like manna falling from the sky which disappears if it’s allowed to touch the ground. Grains of happiness cannot be stored and saved for the future. A man without arms realizes that he cannot pursue things that he cannot carry. Those grains of happiness are therefore his nourishment for living, his only and yet most beautiful of possessions.
            You say that you admire my actions at the church? The world is full of compassionate sacrifices, if only one searches for them. Recently, as I was walking by a river, I saw what looked like a giant rock on the beach. A gigantic turtle lay overturned, helplessly lying on its shell. Its paws were moving in the air purposelessly, as if imploring heaven for an explanation for its suffering. She had probably emerged from the safety of the water to lay its eggs on the sand, and a fisherman had found her and overturned her. The fact that she was facing the water signaled that her eggs had already been laid, hidden in the sand. The fisherman had probably left the overturned turtle there to get his tools, so that he would be able to butcher her. A turtle this size would provide enough meat to feed many hungry children.
            As I approached, the turtle fixed her eyes on me. She looked at me with sadness and resignation, but without anger, recrimination or fright. I thought of turning her over so that she may return to the water, but from the way she gazed at me I realized that it was too late. She was dying, making her last grasp on life, but her grief on leaving this world was eased by her understanding that her death was a sacrifice, one that was full of meaning. Her death would contain as much purpose as her life had held. With her eyes on me she made one final request.  I understood, and with my feet I covered her tracks on the sand, so that the fisherman would not be able to find the eggs that she had buried. Then I sat next to her, and even though I had no singing voice since the fire, I sang to her as well as I could. I stood by her until she lay  completely still, and I knew that she was dead. Then I continued on my trip until I arrived at this place.
            That night I had a strange dream. All of the trees and the animals had gathered in a circle, as if for a great congress.  I realized that I was being judged by them, on account of my ancestor. The turtle approached me and told me that on my account, my ancestor had been redeemed.


Wilson García

Huesitos

    1
            A Huesitos la conocí en el cementerio, salía del entierro de un primo que mataron por un lío de faldas. Cuando se terminó el sepelio y todo el mundo empezó a irse, me pegué mi escapadita y me fui a ver tumbas, es que a mí me encanta ver lápidas "Aquí yace fulanito," "Mi hijo más querido," "A una madre como tú," etc. Claro que mis preferidas son las de los niños porque la mayoría tienen la fotico pegada sobre el mármol y unas tienen cajitas musicales para que se arrullen los angelitos entre esos huecos tan feos. Otras que visito mucho son las de los ricos; me fascinan esos panteones enormes y lujosos, viéndolos uno como que se alegra de que la gente con plata se muera. En eso andaba, mirando un mausoleo que tenía incorporado full estéreo en el que sonaban las últimas canciones de Darío Gómez.
            "Pobre tipo," murmuré.
            "Sí, pobre," oí de pronto y entre asustado y avergonzado volteé para ver quién hablaba, no se imaginan la impresión cuando vi frente a mí un esqueleto. ¡Qué susto tan tremendo! Claro que éste no era como los otros esqueletos, como esos del colegio que se parecen más a juguetes grandes que no hacen sino estorbar, o como los de las películas que sacan de la tumba una mano así medio podrida y agarran al primer fulano que pasa. No, este esqueleto era distinto, bien, bien raro; como sería de raro que no estaba a hueso pelado sino que vestía una minifalda negra dejando al descubierto una largas extremidades, una blusa blanca medio apretada en la que se le dibujaban las costillas y la clavícula y unos tacones altos por entre los que se le asomaban las falanges y las articulaciones. No sé por qué, pero aunque al principio me dio miedo, después de mirarlo bien no me pareció tan feo.
            "Un mafiosito," dijo con una voz fina, inconfundiblemente femenina.
            "Ahhh...," contesté.
            "El mismo mandó a levantar el panteón, estuvo presente en la construcción, un tipo muy organizado."
            "Sí, mucho..."
            "Mire que mármol, esculturas italianas, epitafio de oro y qué tal el equipo de sonido, lo mandó a traer de la USA; así se muere cualquiera, ¿ no cierto?"
            "Yo...no sé."
            "Sí, bueno, estoy como que exagerando, ¿no cierto?", dijo y creo que sonreía, aunque no estoy seguro. ¿Cómo estarlo? Y entre más observaba las hileras de dientes dando vueltas y vueltas alrededor de esa calavera, más me mareaba y finalmente tuve que bajar la mirada.
            "¿Y usted lo conocía?"
            "¿Yo? No, no, apenas pasaba por aquí."
            "Ah, ya...oiga, ¿tiene cigarrillos?"
            "¿Cigarrillos? No, yo no fumo, qué pena."
            "Ah..."
            Nos quedamos en silencio un momento, el suficiente para calmarme y entrar en confianza.
            "Y usted, ¿lo conocía? ¿Es pariente?"
            "No, yo también pasaba por aquí, vengo de vez en cuando. ¿Y usted?"
            "También vengo de vez en cuando, cuando matan algún conocido."
            "Ah, sí,claro, claro."
            Nos volvimos a quedar sin decir nada y eso de estarnos callados como que no me estaba gustando, pero qué le decía, ¿ah? ¿Qué le contaba o le preguntaba si apenas la conocía? Ella también parecía estar pensando algo, a lo mejor se estaría preguntando quién era yo y qué bicho raro me había picado para que estuviera visitando epitafios.
            "Bueno, chao", dijo de repente y me quedé pasmado. Yo tenía unas ganas de seguir charlando porque eso sí, uno no conoce todos los días a una muchacha muerta con la que uno pueda conversar de cosas diferentes a telenovelas o minitecas, pero solamente tuve fuerzas para mover los labios y contestarle con otro "Chao" mientras ella se iba rumbo a los osarios. Si por lo menos yo fumara, si por lo menos hubiera tenido un maldito paquete de cigarrillos, al menos la hubiera entretenido otro rato...

       2
            "Hermano, eso es mejor que haga como yo, coja todos esos libros, écheles candela y mande a la mierda a Poe, a Caicedo y a Quiroga, verá que así aterriza, que deja de imaginar bobadas; yo hice así y los cuchos quedaron tan contentos que me regalaron un Supernintendo, vea, si quiere ya mismo nos vamos para mi casa y le enseño como se juega eso," me decía Porras y yo sí hermano, qué bacano, más tarde le caigo; desde eso le saco el cuerpo a todos esos pendejos amigos míos, sobre todo a Porras, degenerado ése. Pero, aunque todos se reían de mí y decían que me enloquecí, que tragaba muchos hongos y todo eso, yo no les prestaba atención porque al fin y al cabo lo único que me importaba era ella, ella y nada más que ella, por eso todos los días me iba para el cementerio con la esperanza de encontrarla de nuevo. Las semanas pasaban y yo estaba de aquí para allá, preguntándole a los porteros, a los de las funerarias, a los sepultureros, pero todos hacían sino poner mala cara y nunca me decían nada; parecía como si la hubieran desaparecido, como si la tierra se la hubiera tragado y yo más preocupado, más desesperado. ¿Por qué ese repentino interés por ella? ¿Por qué? No era bonita, inteligente, rica ni famosa y mucho menos tierna, no era nada, absolutamente nada, únicamente huesos sobre huesos, un puñando de células muertas, pero quizás era precisamente eso lo que me gustaba de ella, su completa nada, su total ausencia.
            Dios existe y también ella. Viajaba yo en esos días en un bus bajando por Lovaina, la cabeza contra la ventanilla, medio dormido por el bochorno, cuando entre parpadeo y parpadeo se me metió entre los ojos. Fue tan rápido e inesperado que todavía no estoy seguro si fue real o imaginario. Apenas si tuve tiempo para verla, ahí pegada a la espalda de esa cabeza rapada de chaqueta americana subiendo en una DT como a ciento ochenta. Estoy seguro que me reconoció, sí, ella me vio y me saludó, ah... qué sonrisa, qué sonrisa tan perfecta y perpetua, sonrisa que envolvía, atrapaba y devoraba, quise gritarle que me esperara, que la buscaba, pero la ventanilla estaba atrancada y aunque le grité al chofer que parara y a los del pasillo que se quitaran o los mataba, cuando logré bajarme del bus hasta el humo de la moto se había ido, ella ya no estaba. Desde eso fue que quedé así, idiota, reducido, inútil, maldito. Todas las noches en la soledad de mi cuarto veía una y otra vez ese rostro, esa boca, esa dentadura acercándose y susurrándome algo. Pronto mis papás preocupados y sin comprender lo que yo les explicaba decidieron llevarme donde un especialista.
            "Señores tienen que tomarlo con calma," decía. "Las pruebas, exámenes y chequeos indican sin error alguno que su hijo sufre la peor enfermedad de todas."
            Mi mamá lloraba, mi papá se aguantaba.
            "Lo que su hijo padece es..." Y el médico hizo una pausa, para poner suspenso y después pronució con inspirado acento:  "A M O R".
            Y nos quedamos petrificados.
            "¿Amor?"
            "Sí, enamoramiento, en otras palabras."
            "Pero ¡Dios mío! ¿Cómo? Si este muchacho es tan sano, si siempre va a misa, si estudia, trabaja. ¿Cómo doctor? ¿Cómo?", gritaba mi mamá mientras mi papá: "Tranquila mija, tranquila".
            Y yo los miraba chorreando babas y poniendo cara de atolondrado, del que no sabe ni entiende lo que está pasando pero por dentro me reventaba a las carcajadas.
            "Lo que sucede es que no hay protección suficiente contra esa enfermedad, es por culpa del ozono, la lluvia ácida... ustedes entienden," les explicaba el doctor. "No soy pesimista, pero comprendan que el amor es una peste, un mal milenario, una alimaña que se arrastra, que se esconde y ataca; puede meterse por una ventana, una rendija, ingerirse en una comida y no descubrirse hasta que es demasiado tarde, hasta que invade y corrompe el alma, dejando eso, eso que vemos aquí, un bagazo de ser humano."
            "Entonces doctor, ¿no hay esperanzas?"
            "Bueno, la esperanza es lo último que se pierde señora, por ahora tenemos que ver como evoluciona, a lo mejor se muere o mejora, por el momento llévenselo para la casa y que descanse, ah, y no se olviden de pedir otra cita para entre ocho días..."

        3
            Me mantenían en mi cuarto con llave y candado. Aunque de vez en cuando venían para asegurase de que no me hubiera convertido en un gusano o una cucaracha gigante, pero yo seguía igual o según ellos peor porque me mantenía día y noche tirado en la cama con la mirada fija en el techo, no sé si estaban ciegos o querían serlo porque bastaba alzar la cabeza para reconocerla, para verla ahí, justo en el cielo raso, el color curtido de la pintura era como el de su cara, los huecos renegridos de las humedades eran idénticos a sus ojos y las varas de bareque asomándose por entre los rotos que eran sino su dentadura esplendorosa, su sonrisa pura que lo llenaba todo, que me absorbía y protegía del mundo. Entonces tuvo que venir mi papá con esa maldita idea de sacarme de mi encierro, tan feliz que yo estaba. Como unos amigos le contaron que lo mejor para desenamorar era el trago, le dio por llevarme al Café.
            "Mijo, olvídese de esas bobadas, vea, siga estudiando, sea un profesional..." y hablaba y hablaba, embutiéndome aguardiente y yo tragué y tragué mientras esos viejos del bar decían, "qué berraquera de hijo el que tenés Hernando, ese si es mucho guapo," y yo mareado no por el licor sino por el olor del anis revuelto con el del tabaco y el de los orinales mezclando con el del grajo. Y todo el que entraba se iba quedando: vendedores, gamines, prostitutas, rateros, emboladores, comerciantes, todos formando un corrillo que pronto llegaba hasta la calle, obstaculizando el tráfico, y la policía que venía, mientras la muchedumbre vitoreaba y llamemos a los Guiness Records porque este muchacho sí es el campeón, el invencible paisa, el toma-trago-toma-todo y ya iba yo no sé en qué botella cuando sonó un tango gallardo, miró con desenfado a la chusma arremolinada, levantó la copa y musitando una oración o una copla dejó que ese odio le saliera por la boca. Desde eso mi papá no va al Café, no puede, dice que si se aparece por allá fijo lo ahogan en uno de los sanitarios, pero quién lo manda, ¡ah!, ¡quién lo manda a meterse en mi vida!
            Pero mis papás no son gente que se dé por vencida. Católicos, criados a punta de catecismo y rosarios, al fin y al cabo. No tengo idea de dónde mi mamá sacó ése curita, ése se apareció con sus gafitas puliditas, su sotana desteñida y su aliento de diablo.
            "Mijito, acuérdese que la Biblia dice..."
            Me repetía y me contaba un montón de historias bonitas sobre tipos que habían caído en pecado y el Señor en su infinita blablabla... Después me hacía repetir todo eso, con los números de los versículos, hasta que me los aprendía de memoria y antes de irse cantábamos algún Salmo y mi mamá y mi papá se nos unían como buenos cristianos. Qué ternura. Juro por lo más sagrado que quise ser bueno, seguir el camino de la salvación, pero cuando uno está predestinado no vale ni rezo ni incienso y por eso, esa tarde, aprovechando que mis papás nos dejaron solos, empecé a seducir al viejito y cuando ya se estaba entusiasmando le descargué mi grabadora en la plena cabeza. No sufrió, me consta, se fue derechito para el Cielo, a cantar salmitos con los angelitos. Mejor así, por lo menos no le tocaron las interminables esperas de una pensión que nunca llega o la muerte acozándolo para que se muriera. Limpié la sangre lo mejor que pude y a él lo acosté en el sofá y como la casa estaba con llave, me escapé por el solar.
            Recorrí todos los cementerios: El San Pedro, Campos de Paz, el Remanso, El Universal, todos, desde el más grande hasta el más apretado, desde el más fino hasta el más barato pero fue en vano. La verdad no me aburría, pero me desesperaba mucho y por eso, para distraerme un poco, me aparecía en alguna misa negra, esas llenas de culicagados pintarrajeados que se creen muy malos y que apenas me les revelaba como Lúcifer, se orinaban en los bluyines y salían disparados, claro que también había otros que en medio de la traba me ofrecían gatos, gallos y hasta muchachas vírgenes y yo no voy a negarlo (porque no es que sea de palo), me sentí varias veces tentado, pero al final les decía que cogieran oficio y no fregaran tanto, que las almas condenadas me mantenían muy ocupado.
            Transcurrieron semanas sin tener ningún rastro y ya resignado, estaba a punto de abandonar la búsqueda y retornar al seno hogareño, cuando una noche durmiendo en el cementerio del ejército, escuché unos pasos. Al comienzo creí que era mi imaginación y no presté mucha atención, pero cuando los pasos se hicieron más cercanos, me senté y escuché atentamente... Silencio... Mi corazón comenzó a latir aprisa presintiendo un espíritu, quizás el ánima de un expresidente o de otro apátrida legendario. De repente una sombra espesa y fria se posó atrás de mí y entre terror y emoción, me di vuelta y la vi, sí, allí estaba, cúan escuálida y bella; mi cuerpo y mi alma rebosaban de alegría. Quise contarle todas las dificultades y angustias que había sufrido por estar lejos de ella, mis desesperadas ansias de hablarle y verla, pero no podía; las palabras se me amarraban a la garganta como si me asfixiaran y antes de que me abandonaran mis fuerzas, me puse de pie y la abracé, besándola con todo mi ser, con todas mis fuerzas y ella, extasiada, enterró sus dientes en mis labios y la sangre corrió por mi boca y su boca y fuimos uno, una llama, un sol que ardía y reventaba; loco de frenesí la apreté más y más fuerte hasta que oí aquel crujido, aquel maldito crujido y antes de que pudiera evitarlo, sentí como caía mi amada hecha pedazos entre mis brazos.


Benito Martínez

Cenizas de miércoles

            Los miércoles comienzan a sentirse mal porque nadie los quiere; hay un rumor de que están conspirando contra los viernes por la noche, por envidia. Hay gran inquietud (en la ciudad), pues, existe el riesgo de que los días de la semana no estén más alineados uno tras otro y se pierda el orden universal. Pero los miércoles no se ponen después del lunes ni antes del domingo sino que simplemente desaparecen. Se habla de huelga.
            Mientras tanto, el acto de pasar directamente de martes a jueves resulta cada vez más inquietante, como salir de la ducha y encontrarse directamente en la calle. La situación se pone tensa; hay reuniones, declaraciones, entrevistas en los periódicos (ya no llega el diario del miércoles) y amenaza de atentados.
            Algunos proponen sacar de circulación a los domingos -días tristes- para compensar a los huelguistas, estos negocian a través de mediadores y poco a poco se va llegando a un acuerdo; el resto de los días se quedarán como están, pero habrá semanas de siete miércoles seguidos...
 

La bicicleta en el espejo

            En un espejo lejano vive una bicicleta. Es una bicicleta azul-gris como el mar en invierno. Está ahí desde hace muchos años, cuando desapareció la bicicleta real que le dio origen, ahora espera.
            De vez en cuando una mosca la mira desde el otro lado. La mosca no se refleja en el espejo, pero no le importa. Su imagen fue atropellada hace ya muchos años por la bicicleta, el mismo día que ésta perdió su realidad.
 

Teoría del arte

            Pintó el agua y el barro, pintó la hierba que crece hacia abajo en el reflejo, pintó la luz, pintó el zumbido del mosquito y el olor de la lluvia, pintó la piel gruesa, el ojo vivo, la cola poderosa y los dientes. Pintó durante años verde sobre verde, azul sobre azul, línea a línea y el blanco. Pintó el enorme bostezo de la bestia. Sonrió.
            Aún sonreía cuando lo encontraron, con el cuerpo destrozado y la cara volteada hacia el lienzo magnífico, donde brilla el profundo pantano solitario.
 

Un ruido como de lluvia en la ventana

            Las angustias son como globitos transparentes (hay quien dice que traen cola), de ojos saltones como babosas y un diente sólo. Andan siempre en nubes de varios miles, pequeñitas, y hacen un ruido como de lluvia en la ventana. También las hay grandes, incluso enormes y solitarias, y atacan en proporción inversa; un único individuo puede verse acribillado por mil angustias al mismo tiempo, mientras que para una ciudad como París suele bastar con una sola, enorme...
            Munch trató de pintarlas en su famoso cuadro “El grito,” pero le quedó un ñwop que es otro bicho que no tiene nada que ver aquí. Van Gogh trató de engañarlas dándoles a comer una oreja, pero terminaron devorándolo por completo. Muy famosa es la gran angustia de Tokyo.
            El ataque de las angustias provoca diversas reacciones, desde la indiferencia hasta el suicidio, pasando por la religión, la política, los cumpleaños, las bodas, los campamentos de verano y la música de cámara. En todos los casos los individuos mueven las manos como espantando algo que no se deja ver.
            Ahora mismo hay una mirándome a través del cristal, cree que no la veo y se hace la tonta; quizás salga de golpe con la antorcha encendida o quizás me quede aquí para siempre, pues sé bien que el resto del enjambre debe estar oculto en algún lugar, esperando...
 

400 chinos volando

            En el avión van cuatrocientos chinos (traje gris-corbata negra) y van cantando Yellow Submarine. Los chinos se portan bien porque son sólo cuatrocientos y miran al frente, a la pantalla donde se ve una montaña azul cubierta por nubes blancas. Vuelan así durante horas y cada vez que terminan de cantar Yellow Submarine vuelven a empezar como si no pasara nada. Los cuatrocientos llevan corbata negra y zapatos de charol y han comido pescado siete horas antes. De golpe comienza a nevar en las doce primeras filas del departamento de pasajeros y los chinos abren todos sus paraguas y se ponen gafas de sol, a pesar de lo cual continúan siendo obstinadamente chinos. Cantan: ...and we live beneath the waves, in our yellow submarine...every one of us has all we need..., sky is blue and sea is green... cuando inesperadamente, en un tono más alto de la melodía, se abre una ventana por donde entran a chorro las angustias, pequeñas y por millones.
            Dicen los marineros que aún despues de que la cola del avión se perdiera bajo el mar, se seguía escuchando el coro de los cuatrocientos chinos cantando Yellow Submarine...



 
 

Enrique Sozzi

Puros espejos

           Puros espejos tengo...
                  Las flores del mal

            Guillermo estaba en un café, de codos en la mesa, cuando pensó que un hombre acosado por las deudas es como un país invadido. Y que todo lo que hace tiene de un modo u otro, un carácter subversivo o esclavizante.
            "Disponer de tiempo libre para mí. Eso había   necesitado," reflexionaba. "Rescatarme de una infinita sucesión de tiempo siempre ajeno."
            Nunca había podido atender a  su  curiosidad  cultural,
por ejemplo. Conciertos, libros, clases y conferencias, cuando no costaban más de lo que podía gastar, le faltaba tiempo, o lo vencía el cansancio.
            Pero, una semana antes, y casi de un día para otro, había quedado sin trabajo; cuando le notificaron el despido, pasó una noche de insomnio y confusión, hasta que finalmente reconoció que lo había deseado, y aun que quizá lo había provocado. El despido le dejaba en las manos una considerable suma de dinero. Se prometió, mientras le daba al mozo una propina inusual, que antes de meterse en un empleo o negocio, se iba a dar gustos que habían sido ajenos a su vida.
            Esa misma tarde, al salir del café, se metió en una conferencia atraído por el tema, exótico para él: El Palacio del Rey Salomón.
            Al entrar le dieron un folleto. Lo primero que leyó fueron las dos citas, que hacían de epígrafe:

  ...las columnas del mundo han empezado a desmoronarse...
                     J. Kepler, Nueva Astronomía

 ...estamos más allá del Viejo y del Nuevo Mundo.
                     F. Bacon, Nueva Atlantis

            Antes de sentarse echó una mirada hacia la parte anterior de la sala, donde algunas personas aún estaban de pie. No había visto ni mesa ni silla; sólo entrevió un entablado, junto al cual, sobre una pequeña mesa, reposaba un proyector. Miró a la audiencia: no llegarían a diez las personas. Casi de inmediato entró una mujer cubierta con un vestido negro talar. Era joven. Usaba anteojos con lentes muy gruesos en marco negro. Delgada, muy alta, y erguida como si una aspiración vertical fuera la pauta de su andar. Guillermo pensó en Leticia, y se lamentó no tenerla consigo. Saludó al público y comenzó la presentación. Hablaba con voz casi inaudible para él. Por el folleto sabía que no era ella quien iba a dar la conferencia; pero se adelantó -se había sentado al fondo, según su costumbre desde el secundario- hasta la primer fila. Escuchó que el conferenciante, cuyo nombre le hubiera sido imposible repetir, había nacido en el norte de la India; que durante muchos años se había desempeñado como profesor en distintas universidades del Medio Oriente y que hablaba ocho lenguas; que finalmente decidió abandonar la vida académica para salir a recorrer el mundo con la misión de preparar la llegada de la Nueva Era, la que está llamando en nuestras conciencias y que nuestro propio aturdimiento, subrayó la suave voz de la joven, nos impide escuchar.
            Se retiró la mujer. "Uno acepta o se rebela con lo que llamás destino," había dicho Leticia hacía ya tres meses, y desde entonces, no cesaba de repetírselo a sí mismo. Recordó la frase mientras veía desaparecer tras un biombo a la mujer de negro. Al instante volvió acompañando a un hombre ya mayor. Era el conferenciante, quien, tras un breve e informal saludo, se instaló en la alfombra sobre la tarima. No portaba notas ni libro. A su lado, una rosa roja, encendida en su silencio. Un vaso con agua, que Guillermo veía irisar, estaba muy próximo a él en una bandeja de plata, que también servía de apoyo a una jarra de vidrio de límpida transparencia.
            Comenzó a hablar mencionando un poema épico de la India, Mahabharata. Sin detenerse a ofrecer un sumario ni concepto sobre la épica, explicó que la raíz de la palabra "maya" es "medir, limitar, dar forma"; después, contó un pasaje del poema en que la divinidad, cuyo nombre es Krisna, ordena al principal arquitecto de los demonios, llamado Maya, que construya un palacio para celebrar la coronación de su favorito. El demonio hizo una obra en la que exhibió todos sus extraordinarios recursos. Había en ese palacio, inimaginable por su dimensión así como por los artificios del diseño, una sala con piso tan pulido que el rey, creyendo que no contenía más que agua, no se atrevió a pisar en él. Pero era piso firme; la magia de Maya había preparado la ilusión. En otra oportunidad le ocurre a la inversa: se adelanta el rey confiadamente a un jardín y se hunde en el agua, oculta bajo flores y reflejos.
            Hizo una pausa para señalar dos dibujos pintorescos que ilustraron las anécdotas. La mujer que había hecho la presentación manejaba el proyector. Mirando al incauto rey hundido hasta el cuello, recordó lo que Leticia, con indignación, le había gritado, "¿Qué es lo que te sorprende? ¿Nunca escuchaste que el que no lo hereda lo hurta? Bueno, yo no robo a nadie."
            Recomenzó la charla diciendo que la misma doble apariencia del agua reaparece en los griegos, pero no como leyenda, sino como ciencia; Tales de Mileto había concluido afirmando, después de observaciones y experiencias varias, que es el agua, aunque tan dócil, el origen y sustento del universo.
            Mostró la mujer una reproducción con la efigie de Tales, y una lista de sus indagaciones y aciertos.
            Para dar término a la introducción, anunció el disertante, iba a dar dos ejemplos más, indicando que volvería a ellos más tarde. El primero fue un relato hebreo: cuenta éste que cuatro rabinos alcanzan una visión mística; tres confunden con agua una superficie de mármol y, creyendo que radica en el agua el misterio inicial, terminan trágicamente; sólo uno de ellos, llamado Akiba, supo no confundirse por la apariencia. Siguió con un ejemplo tomado del Corán: cuando la reina de Saba va a entrar en la sala de uno de los palacios del rey Salomón, se engaña del mismo modo que el rey hindú; sólo que la reina, acotó el disertante, no se intimidó, sino que recogió su falda y tanteó, como una bailarina... sobre piso firme. Después de repetir que volvería a estos ejemplos, dijo que no había recapitulado la división de las aguas descripta en el Génesis, aunque substancial para la interpretación de lo que iba a exponer, porque es un capítulo que todo occidental, aun si analfabeto, lo conoce; pero que las conclusiones esclarecerían su preeminencia. Tras un breve silencio hizo una pregunta, retórica: "Por otro lado, ¿quién ignora la anécdota de Aquél que caminó sobre el agua?"
           Hubo una nueva pausa. Guillermo escuchó a su derecha una descomedida agitación. Al mirar vio dos individuos de edad indefinible; usaban grandes bigotes y, por la hechura de sus trajes, le parecieron vestidos fuera de época. Cuchicheaban sin consideración de la gente y señalando al conferenciante con ademanes de reprobación. Era una falta de respeto comportarse de ese modo, pensó Guillermo. La pausa continuaba. No sabiendo en qué posar sus ojos, miró la jarra; de improviso recordó una escena de sueño con Leticia junto al mar, ella desnuda sobre la arena, él con la cabeza pegada a un muslo, extendidos en dirección opuesta al mar, pero tan cerca del agua, que el oleaje llegaba a mojarles los pies, suave y regularmente, como un beso de sumisión. Había sido un momento de infinitud, al cual había vuelto ahora en la transparencia de un momento y del que salió a lo que el conferenciante señalaba: la proyección, que exhibía un cuarto. Vio un cuarto enteramente revestido con espejos; el techo, el piso, las paredes, todo era espejo; adentro había una mesa y una silla, con las superficies también cubiertas con espejos; puntos de luz se multiplicaban hasta esplender de un modo que recordó a Guillermo el inmóvil y transparente brillo glacial de un diamante. En la reproducción aparecían el nombre del trabajo y el de su creador: ‘Mirrored Room’, Lucas Samaras. De las muchas reflexiones que ese trabajo puede inspirar, explicaba el conferenciante, adoptaría él, para entrar de lleno en su tema, la más pertinente. Una idea, compuesta de muchas otras, organiza lo que la inteligencia ha descubierto del mundo, y contemplándose en su labor como en un espejo, se adora. De ese modo, hemos dado en enamorarnos de nosotros mismos, como Narciso al descubrirse en el agua. Pero de Narcisos cósmicos es nuestra visión, porque en ella hemos reducido el planeta a corresponder con nuestros deseos, y a no ver ni esperar que sea algo más que un espejo o un eco de nuestros delirios. Los dos revoltosos, que nunca habían vuelto a quedarse quietos y en silencio, aumentaron sus cuchicheos. Decía entretanto el estudioso, poco más o menos: Como si la fiebre tecnológica de un jardinero hubiera tomado un árbol rozagante y, en nombre de la jardinería, hiciera sobre él tantos experimentos que, exhausto y sin renuevos, comienza a morir. Reducido el único árbol a un leño sin vida, en éste quedará la jardinera humanidad autocrucificada. Hubo resuellos del lado de los facciosos. Pero el disertante, con calma de luna llena en noche de cielo despejado, reiteró su frase, diciendo, que reducido el árbol a un leño, autocrucificada en él la humanidad, sin redención posible, un cartelito a sus pies, rezará: "Dios no existe, y yo soy el rey del universo."
            Esas palabras desataron el caos. Uno de los dos sujetos golpeó con su bastón en el piso y, poniéndose de pie, gritó: "¡Basta! Basta de cuentos, impostor. Yo te conozco, mascarita. ¿Por qué nunca te preocupaba el basural químico que producían los soviéticos? Yo sé el porqué. Vos sos zurdo. ¿Por qué no te vas a predicar a la China?" Después de gritar, volvió a sentarse, una mano sobre otra y ambas reposando en lo alto del bastón; sonreía.
            Guillermo no podía creer lo que estaba presenciando. Se le cruzó un interrogante: ¿sería este hombre realmente un impostor? Acaso ella tenía razón, cuando le dijo, "Andate al Amazonas. A lo mejor ahí queda algo vírgen, todavía." Leticia hacía su voluntad, y era consistente; de haber escuchado ella lo del árbol reducido a leño, por ejemplo, hubiera recitado su bordón: "Sólo hay dos cosas en el mundo a las que nada puede cambiar: el dólar y la muerte."  ¿Autenticidad? Tal vez cambios, titubeos e imposturas podían resultar idénticos; él, por ejemplo, que ha vivido acosado, cuando no a los tumbos, por el torrente de intereses ajenos. Y ahora, en su primer intento personal, en vez de entrar a un jardín le ocurría como al rey en el Mahabharata, y para colmo, en un charco con sapos y culebras. Miró inquisitivamente al hombre insultado; no vio otro semblante que el de una atención solícita; aun parecía condescendiente, como quien atiende a los balbuceos del que no sabe explicar lo que necesita; la mujer, en cambio, parecía asustada. De nuevo creció la agitación entre los revoltosos. Guillermo no se detuvo a pensar, pero, desde que había observado al conferenciante, y su asistente, hasta que de nuevo volteó la vista hacia los dos tipos, hubo un instante en que juzgó la circunstancia en esa sala comparable a la funesta incoherencia de su vida y de toda su generación; una que fue diezmada en forma aberrante: tiroteos, desapariciones, secuestros, bombazos, torturas y homicidios; que se había entusiasmado con planes de revolución en nombre de ideales formulado con palabras que la retórica llevó a excesos sin rasurar; y que supo de los horrores clandestinos, bajo una apariencia firmemente abotonada, de un orden que más se parecía a un eclipse, de leyenda, por los desastres que provocó.
            No se contuvo más y, dirigiéndose a los dos tipos, les reprochó: "Esto es un atropello. Una patotería. ¿Por qué no se van?" Algunas personas se encaminaron a la salida. Sin responderle, sin siquiera mirarlo, los tumultuosos se pusieron de pie. Uno de ellos caminó hacia el fondo de la sala; Guillermo llegó a ver en el extremo al que se dirigía una caja con llaves de luz. Y mientras el otro, el que había proferido el insulto, avanzaba hacia el conferenciante, se produjo un apagón. La oscuridad fue total. Guillermo se apresuró hacia donde esperaba hallar la puerta. Tenía la mano sobre el picaporte cuando escuchó un tumulto de golpes y sillas tambaleándose, de lucha sin voces, y un ruido que identificó sin la menor duda y que lo entristeció de modo inexplicable: la jarra de agua había sido rota.
            Pensó al salir, "Romper, eso es todo lo que saben hacer. Y el último ganador es siempre igual al que estaba."
            Caminó sin rumbo y sin atender al tiempo. Pensaba en Leticia.
            "Tiene algo de subversivo, especialmente para los hipócritas del matrimonio," había dicho ella. "Hay riesgos, por supuesto, como en toda profesión. Pero, paga, ¡y qué bien paga!"
            "¿No te das cuenta que no puedo aceptar lo que hacés y seguir queriéndote?," había preguntado él; hablaban por teléfono, repitiendo los argumentos por centésima vez. Ella dio entonces un corte definitivo al inútil forcejeo verbal: "Te repito, andate al Amazonas", y nunca más quiso ni hablar con él.

            Miraba el tumulto en la calle, el mismo, excepto por cambios circunstanciales, que un par de horas antes representó para él la confusa urgencia que le había impedido detenerse, tener tiempo para sí. Seguía siendo el mundo que había sido, activo e incansable; como el corazón y la sangre en su cuerpo; en él confluían, haciéndole posible un punto de reconocimiento, para llamarlo después, según su preferencia, conciencia o mente. ¿Espejo del mundo? Espejo líquido, si espejo, por la sangre bajo la superficie; late el corazón, parpadea la superficie, y subvertida la memoria, cambia el mundo. Se detuvo un par de veces frente a los quioscos, atiborrados con revistas de papel brillante y fotos coloridas; se sorprendió inmune ante los títulos banales y los contornos hipnóticos, pareciéndole ambos, textos y fotos, sin profundidad, fantasmagorías. Con repudio se volvió del caudal de tinta empalagosa, pega visual para atrapar pajaritos. Se acordó del poeta, un compañero del secundario. Nunca habían hecho amistad; Guillermo había leído los poemas que circulaban de mano en mano, pero, aunque le gustaban, nunca se lo dijo al poeta.  "¿Fue el comienzo de una negación? ¿Podía negar a los demás y no negarse a sí mismo?," se preguntó, parado en una esquina, mientras autos y personas se apresuraban a su alrededor. Complicado y con algo de intriga le estaba resultando lo de ocuparse de sí mismo. ¿Tiempo para sí? ¿Qué había diferente hoy de los años anteriores? ¿El desempleo? Sin embargo, mirando el reloj, comprobó que pensar del modo que lo estaba haciendo no le consumía más tiempo del que a diario dedicaba para leer el periódico, o para hojear alguna revista. En ese momento se acordó de haber leído en el periódico que el poeta había publicado su primer libro; y, sin pensarlo dos veces, entró a una librería para comprarlo.
            Después se metió en una pizzería. Pidió una cerveza y "también una jarra con agua." En el local había un televisor encendido. Un noticiero le informó sobre el incidente del que escapó tentando a oscuras. Se aproximó para escuchar. Ni conferenciante ni asistente habían sufrido lesiones; técnicas orientales para la defensa personal permitieron al sabio eludir la agresión de los patoteros, "en forma no violenta." La policía había encontrado en la escena del hecho una peluca, un par de anteojos con vidrios sin aumento, una nariz postiza, y una patilla, todos objetos identificados con los agresores y que perdieron, sin "causa violenta," al fugarse. Se investigaría el caso. Le trajo el mozo su pedido. Pero la jarra era de plástico y opaca la habían dejado las briosas e impacientes fregafuras. Lo cual le hizo tomar una resolución: iba a comprarse una jarra de vidrio transparente, para tener en la mesa de su casa, junto a sí. También resolvió dedicar menos tiempo al diario, y no mirrar televisión. Y que si no daba con un amigo, y no sabía qué hacer entre las paredes de su casa, era preferible echarse a la calle y andar entre la gente. Una vez más se acordó del poeta, con quien nunca había hecho amistad. Entonces abrió el libro que acababa de comprar y no abandonó la mesa hasta que terminó de leerlo.
           Recitando versos salió de la pizzería. Al cruzar el umbral del negocio, por una coincidencia de la que habló hasta por los codos, se encontró conmigo, "el poeta." Oí su voz gritando mi nombre. Lo supuse bebido. Pero su lucidez, la genuina simpatía, el modo efusivo, todo él tan distinto al que muchas veces me había cruzado en la calle con indiferencia, me hicieron aceptarle un café. Me llevó al 'Café Oriental', elegido, me aclaró, por la copa de agua que allí sirven con el café, exagerada aunque atractiva copa.
 "Ya vas a entender," me dijo. Allí escuché, con el silencio y la fidelidad de un espejo, todo lo que minuciosamente quiso contarme.

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